Desde que comenzó la liga aún no han ganado ningún partido. El viernes pasado perdieron 59-43 y P. metió una canasta, un tiro lejano que entró limpiamente en la cesta. Hoy 43-15 y P. volvió a encestar una vez, en esta ocasión en un fulgurante contraataque, entrando a canasta con estilo y con los pasos contados como las memorias de Corpus Barga. También dio dos asistencias. Tanto él como el resto de sus compañeros celebran cada punto como una victoria, y cuando terminan los partidos están tan campantes. Si un día llegan a ganar a alguien, la celebración será espectacular.
En el coche, cuando volvemos a casa, yo le animo mucho, comentándole que, a pesar de la derrota, lo ha hecho muy bien, y que el siguiente partido será, sin duda, mejor que el anterior. No quiero que se venga abajo. La psicología moderna, y la pedagogía del día también, hacen mucho hincapié en esto, en la importancia de la autoestima. Así que yo, mientras conduzco, le alabo mucho. Sin embargo, aunque me escucha con agrado, a P. le da exactamente igual, y vuelve a casa tan feliz y contento que nadie sería capaz de adivinar tan abultadas derrotas detrás de su buen humor y su sonrisa. Por supuesto que le agradaría ganar, pero eso, para él, es un asunto secundario. Salen del vestuario riéndose con ganas, y en el coche, después de que yo le cuente todo lo que me ha gustado de su juego y de su equipo, cambia de tema:
-¡Qué gusto, papá, ya es viernes! ¡Y hasta el miércoles no tenemos clase! ¡Qué maravilla!
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