jueves, 29 de marzo de 2012

Crónicas hospitalarias IV (y última)

Tras la operación, pasó la tarde muy ricamente mi padre, con las visitas de mi tío J. y mi prima M. J. A mi tío no paró de decirle que lo veía muy mayor -son, más o menos, de la misma quinta-, y de recomendarle que se debía de instalar él también un marcapasos, que se encontraba uno con él estupendamente, que se respiraba mejor... Y eso mismo nos contestaba a nosotros, cuando, cada dos minutos más o menos, le preguntábamos cómo se sentía, si era verdad lo que todo el mundo nos había dicho, que la mejoría era instantánea... "Me encuentro es-tu-pen-da-men-te", nos respondía cada vez más harto de nuestra insistencia.

Pero no era verdad que la cosa fuese tan bien... A la mañana siguiente, después de una hora esperando para aparcar, me encontré la cama de mi padre vacía, y a mi madre sentada al lado, muy pequeña, esperándome. El marcapasos se había movido, y no estaba funcionando correctamente, de manera que habían tenido que subirlo de nuevo al quirófano...

Fue otra hora en aquella extraña sala, pero en esta ocasión fue una hora mucho más larga. Había más nieve en el Aramo, nieve de marzo, tan breve como la vida de los hombres, pensábamos, y nos paseábamos arriba y abajo buscando pensamientos más positivos. Fue difícil, porque a las personas que esperaban por otra intervención llegaron a decirles que había muerto su pariente, y a punto estuvimos nosotros de ponernos a llorar como ellos, y sin saber quién fuese, nos dolió en el alma esa muerte. Una señora tomó el teléfono móvil y comenzó a llamar a todos sus conocidos y familiares: "Belinda, murió...Con lo que a ti te quería..."; "Isolina, murió... Sí, hija, sí, tú estáte tranquila...  Yo estoy tranquila (sollozos)..."; "Avelino, murió..." Así hasta veinte veces.

Al fin nos llamaron, y volvieron a decirnos que de nuevo estaba el marcapasos en su sitio, y que era cosa rara que no les hubiese quedado bien a la primera, pero que ya estaba solucionado. Volvió a salir el cirujano, esta vez por una puerta más alta, me pareció a mí, y estuvo con nosotros un tiempo mayor -dos o tres segundos más que el día anterior-, para decirnos que esos imponderables suceden raras veces, pero que de todos modos había vuelto a quedar muy bien instalado, y que lo habían probado y eran los parámetros muy buenos, y que si a la mañana siguiente todo continuaba igual, le darían el alta...

Y así fue. El viernes, muy temprano, pasó el doctor Cubero, y su ayudante el doctor Federico Pun Chinchay -juro que no es invención, así consta en el informe y quien quiera allí puede consultarlo-, y con unas palmaditas en la espalda le dieron la bendición médica a mi padre y nos dijeron que ya nos podíamos volver a casa. 

Abandonamos el hospital como los chiquillos el colegio al mediodía.




1 comentario:

  1. Me alegro sinceramente de que todo se haya resuelto con bien. Pero, querido, mejor será que tu padre no mencione al tal doctor Pun cuando relate su paso por quirófano; suena a chirigota. Imagínate a esas pobres gentes lamentando su pérdida y escuchando por la megafonía que siempre suena en las series de médicos y nunca, o casi nunca, en los hospitales de verdad: "Doctor Pun, doctor Pun, acuda al box cuatro". La vida está hecha de contrastes.

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