Paseo
hasta Mestas. A cada paso que dábamos, se levantaba la niebla un metro (más o
menos). En Ardisana, cuando todavía estaba baja, junto al viejo lavadero
merodeaba un hombre hosco, de barba cerrada y una extraña fiebre en los ojos.
Miraba desconfiado a todas partes. Al vernos, se esfumó por una calleja.
Una
hora antes lo había visto pasar delante de la casa, con un andar destartalado y
la misma rara luz en la mirada. Avanzó hasta el final de la carretera, donde
los contenedores de la basura, los abrió, y estuvo un rato rebuscando en ellos…
“¿Quién será este hombre?”, nos preguntamos.
Después
de Mestas volvimos por Riocaliente. Frente al río, que cantaba incansable la
canción de su viaje, nos paramos en un chigre que se llama “El Mundo de la Cerveza ”. Tomamos unas
artesanales que se anunciaban en un cartelón junto a la puerta:
“Muchos siglos atrás, en nuestra tierra,
cuando las noches aún no se concebían sin el aullido de los lobos, las tribus
astures todavía libres, adoraban a sus dioses en las ancestrales noches tan
solo iluminadas por las hogueras que calentaban a las mujeres y hombres que nos
antecedieron. Uno de aquellos dioses era Belenos, el cual era reverenciado como
el Dios de la Luz
y el Fuego. Aquella divinidad de poderes sanadores y ligada al culto solar,
miles de años después da nombre a la primera cerveza asturiana, quizás sucesora
de aquel “ythos” del que habla Estrabón, y que decía bebían los astures…”
Naturalmente,
con una literatura así, cómo negarse a probar semejante néctar… El aullido de
los lobos, las nocturnas hogueras, Belenos, Estrabón… Daban ganas de coger la
botella, bebérsela de un trago y, tras proferir un grito desgarrador y salvaje
–lo que se imagina uno que gritarían los antiguos astures-, lanzarse de nuevo a
luchar con los romanos – o a falta de ellos, contra madrileños y vascos, que
son ahora lo que más se encuentra por estos lares-. Y venir luego a contarlo
aquí, con ese mismo estilo inflamado del cartelón, y comenzar un gran ciclo
narrativo asturiano… Sin embargo, nos limitamos a beber la cerveza, que no
estaba mal…
La
buena compañía de la mesilla de noche: Cunqueiro, Stevenson, Tóibín, Jabois…
Los
petirrojos del jardín viven entre las hortensias. Son enérgicos y confiados. De
ideas claras. Miran a todas partes como quien sabe muy bien lo que busca.
Tienen el pecho del color de algunos atardeceres y el canto mecánico, como si
le estuviesen dando cuerda a un reloj. Cantan poco. A lo mejor los petirrojos
de nuestro jardín no son petirrojos…
Visita
de don A. Aunque lo acaban de operar de una cadera, sube por el prado, en mitad
de la noche, con juvenil agilidad. Nos trae, como saludo de bienvenida, dos
docenas de huevos rubios, de gallinas de caleya,
que son unas gallinas diletantes y flâneurs que se pasan el día por ahí,
callejeando y libres… Con huevos así salen unas tortillas coloradas y
sabrosísimas, como de otro tiempo.
Hablamos
de la obra que han hecho, de ese cobertizo que nos abriga ahora del sol o la
lluvia cuando salimos a leer en el jardín. Antes, en los años de la fiebre
constructora, habrían tenido que esperar varios meses por el carpintero. Pero
ahora han mudado mucho los tiempos y encargar la obra y tenerla concluida fue
todo uno. Las tejas las pusieron ellos, entre don A. y V. Son tejas viejas,
casi centenarias, que tenían guardadas. Como sucede con los huevos, nada que
ver con las que se fabrican ahora. Las de ahora, nos explica don A., que fue en
su mocedad tejero, son tejas sordas. Las haces chocar y solo producen un sonido
seco y sin música. Por el contrario, unas tejas viejas, si las juntas, suenan
cristalinas y puras, como campanillas…
Mientras
hablábamos de estos asuntos, un resplandor se abrió como una flor en el cielo
oscuro. Pensamos en el rayo y la tormenta. Pero lo que llegó a continuación no
fue el rugir del trueno, sino el ruido redondo y sordo de un volador. Las
fiestas de La
Magdalena. Durante el verano, en Asturias, no hay noche sin una
fiesta en un prado y silbantes voladores que alumbran y golpean el tambor del
cielo.
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