Nada más llegar, me separé del
grupo y me fui a visitar librerías, como quien visita sagrarios en la Semana Santa. ¡Qué corteses y
finos los de la capital cuando los vistamos los de pueblo! Al entrar en la
calle de San Francisco, me esperaba una gallarda banda de gaitas, que en cuanto
aparecí por la esquina desde la
Plaza de la
Escandalera , comenzó a marchar al tiempo que hinchaban los
fuelles de sus instrumentos y lanzaban al aire, como serpentinas, vibrantes notas de alegría.Y así fueron, escoltándome, hasta la misma puerta
de Ojanguren.
Salí de allí casi una hora
después, con un grueso volumen de Cunqueiro bajo el brazo –cientos de artículos
rescatados de viejos periódicos y revistas que aguardaré a leer hasta la llegada del invierno y las tardes oscuras y frías-. La banda me esperaba en la
Plaza del Ayuntamiento. Aunque parecían estar distraídos, sin
mirarme siquiera, cuando me vieron subir por
la calle del Peso volvieron a colocarse las gaitas sobre los hombros e
iniciaron una animada melodía que me precedió hasta El Fontán, donde había
quedado citado con los amigos y la familia. Naturalmente, aunque no se me escapa que esto se lo hacen a todos los que llegan de Palacio, iba yo al borde de las
lágrimas, conmovido por la gentileza.
Luego, reunidos ya todos,
acometimos una larga comida en el Brighton. Es un lugar agradabilísimo y muy
pequeño –prácticamente lo llenamos nosotros-, regentado por dos muchachos
encantadores. Sonaba una música indescriptible que, sin embargo, armonizó a la
perfección con el buen ánimo que llevábamos, con la comida y la conversación,
fácil y ligera como esas canciones: Rafaela Carrá, Mari Trini, Massiel, José Vélez… Canciones que
todos conocíamos.
Después nos fuimos hasta el Café
Paraíso, en la calle del mismo nombre. Es un lugar que hace honor a su nombre,
y digo esto sin exageración. Se está allí, si no hay mucha gente –cuando
nosotros llegamos solo estaba el camarero-, en la gloria. Sobre todo si te
puedes repantigar en el sofá rojo que hay al fondo y frente a la puerta. Allí
tumbado, me hice con uno de los gruesos volúmenes de Jot Down y estuve leyendo
un rato hasta que me quedé un poco dormido…
Cuando me desperté, los
chiquillos se habían ido solos, con M. y N., hasta su casa. De manera que dimos otro paseo
y subimos luego a recogerlos. Estuvimos allí un rato, charlando en la terraza
que da a las pistas deportivas de la Universidad y a la sierra del Aramo. Cuando
comenzó la tarde a difuminarse en una amplia gama de grises, nos volvimos, como
los reyes, a Palacio…
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