Todo el
día brumoso. Paseos por el bosque. Por la mañana, monte abajo, de nuevo hasta
Mestas. Por la tarde, monte arriba, a tomar un café en un hotel recién
inaugurado, en lo más alto del pueblo y apartado de él.
Es una
casona preciosa. Pero encontramos la puerta cerrada. No hallamos allí a nadie.
Ni un coche, ni un ruido, ni un alma. Frente al hotel se extiende un prado
enorme rodeado de nogales y avellanos y, a la sombra de un castaño enorme, han
colocado un banco y una mesa de madera, supongo que para que los clientes se sienten en medio
de ese paisaje y se alimenten de la belleza del lugar y de su silencio maravilloso.
Estuvimos
un rato merodeando, a ver si aparecía alguien. Pero nada. Tenía todo el aire de
un gran misterio. Pensamos que tal vez era todo aquello un espejismo.
A la
vuelta, cuando íbamos a salir de la finca, divisamos al fondo del camino a un
hombre viejo. Estaba de espaldas y parecía contemplar algo que nosotros no
podíamos ver. Apuramos un poco el paso para darle alcance y hablar un rato,
preguntarle por el hotel y la soledad de este. En una de las curvas del sendero,
lo perdimos de vista, y cuando llegamos al lugar en el que lo habíamos
descubierto, ya no estaba allí. Y aunque desde ese punto se divisaba ya todo el
camino, no vimos a nadie sobre él…
Todas
las mañanas pasa por la carretera, con puntualidad kantiana, La
Estrella de
Castilla. Con un nombre así podría haber sido uno de los galeones de la Armada Invencible. Pero e s una furgoneta blanca con dos panes dorados y en cruz pintados
en los laterales del coche. Cuando la vemos cruzar la carretera delante de la casa, sabemos que ya podemos
ir hasta el bar a recoger el pan nuestro de cada día.
Cada
mañana, al abrir las ventanas del baño grande, se mete el manzano, sus ramas
gráciles y delgadas, por toda la casa…
Baja la
niebla hoy como telón de teatro. Concluye el espectáculo silencioso de las
montañas…
Después
de largos días –muy largos para lo aquí se estila- hizo su aparición la lluvia.
Llegó ceremoniosa, como dama de antaño. Se hizo anunciar el día anterior por
los chambelanes que dan el parte meteorológico en la televisión, y, ya en la
noche, por un orbayu tan discreto que parecía invisible y casi ni se notaba.
Al
amanecer, todavía en la cama, el primer coche que pasó junto a la casa, de un
madrugador, rasgó el asfalto mojado, y así fue que supimos de su llegada. De
manera que madrugamos también nosotros y salimos al jardín, a recibirla. No
hacerlo así habría sido una descortesía imperdonable.
Nos
acompañan esta mañana, mientras leemos a cubierto en el jardín, la alegre parla pajareril, el quebrar de los gallos y perros, y todo el
concierto animal que celebra el nuevo día y el regreso, al fin, de la lluvia.
También suenan las esquilas de las vacas –que tienen mucho de música acuática-
y, claro está, esa dulce canción de la lluvia menuda sobre los árboles y los
prados sedientos.
A la
tarde, suenan las campanas de la iglesia, redondas y ligeras. Como sonoras
pompas de jabón sobre el valle…
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