Tranco décimo (Palacio)
Casa Xico es hoy un restaurante
famoso en el país. Sin embargo, no siempre fue así. Hay historias peregrinas
que cuentan que, cuando lo abrieron, una casa de comidas para los trabajadores
que abrían la carretera a Rianxena, era tan solo un salón al lado de una cuadra, y que
al mismo tiempo que sacaban los platos de la cocina, salía algún familiar del
pesebre, las botas llenas de cucho, de darle de comer a las vacas…
Entonces, a los peones y
capataces que comían allí eso les importaba poco, porque la comida era ya
deliciosa. Luego, cuando la carretera estuvo concluida, y los obreros se
fueron, comenzaron a aparecer gentes más finas y descansadas que, aburridas de
sus restaurantes habituales, encontraban el hecho de comer junto a una cuadra
muy pintoresco y graciosísimo. De todas formas, como había ocurrido antes, la
fama del negocio creció a causa de las verdinas.
Conocidas también como “verdinas
de Llanes”, parece ser que llegaron al valle de Ardisana muy a comienzos del
siglo pasado. Evolución de la
Phaseolus vulgaris, hay quien dice que las trajo el Conde de la Vega del Sella desde Francia,
para cultivarlas en unas tierras suyas que tenía por aquí. Otros, en cambio,
hablan de algún anónimo indiano que las habría encontrado en ultramar. Quién sabe.
El caso es que en Casa Xisco
hacen con ellas un plato incontestable, delicioso y de fácil digestión. Su
carta es sencilla: esas verdinas con pantruque (una mezcla de tocino, cebolla,
harina de maíz, huevo, sal y una cucharada de pimentón), que son el plato
estrella, cebollas y patatas rellenas y, sin uno ha quedado con apetito, unos
tostos rubios con chorizo y huevos fritos…
El lugar, si uno desea acercarse
a probar estas suculencias, se rige por un protocolo muy estricto: solo admiten
clientes con reserva y además con la comida ya encargada –cuántas raciones de
verdinas, cuántas cebollas, cuántos tostos…-.
Así lo hicimos nosotros y allí
nos presentamos a la hora convenida. Estaban, cuando llegamos, encerrando al
perro en un cobertizo frente al restaurante –ahora muy limpio-, porque, nos
contaron, a poco que se descuiden se sube el can a las mesas y trata de
probarlo todo.
El local no es muy grande, apenas
media docena de mesas. En la que estaba al lado de la nuestra ya se encontraban sentadas tres señoras mayores. Lo probaron todo: las verdinas, las patatas
rellenas de carne y las cebollas de bonito, los tostos, los chorizos y los
huevos… Y, de postre, un pastel de nueces y dos raciones de arroz con leche.
Con el remate, claro, de un café de puchero y unos chupitos de un licor de la
casa…
Daba gloria verlas comer. Se las
veía felices, sin miedo al futuro ni a los disgustos gástricos que suelen traer esta clase de convites… Yo las miraba con disimulo y con envidia. Desde que le dije adiós a mi
vesícula, comidas de esta naturaleza las enfrento con prevención: un poco de esto,
un poco de lo otro, y a los tostos y sus aceitosos acompañantes, el homenaje
de aspirar su aroma y nada más…
Al final, se acercó hasta nuestra
mesa la dueña, a saber qué nos había parecido todo, y a traernos una dalia que
acababa de cortar en su jardín. Una oscura, elegantísima dalia, y también una
celinda, que son flores de mayo, pero que este año, con tantas y tan tardías
lluvias, nos han podido florecer hasta ahora…
(Foto hecha por P. con el móvil de A.)
Sale volando el petirrojo, con su
pechera oxidada, de entre las hortensias, y se agitan estas como alegres chicas
del cancán, chicas del Folies Bergère o de algún otro cabaret semejante. Eso
parecen a veces las hortensias, dispuestas sobre los muros. Como si estuviesen
a punto de iniciar una coreografía picante y feliz.
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