Día de caminatas y peregrinajes.
Por la mañana, A. y yo, a pie hasta Niembro. Dejamos el coche en la gasolinera
de Posada y, paso a paso, llegamos al pueblo, primero, y luego más allá del Bao.
Nos cruzamos con otros caminantes y con gente corriendo, estos con dolorosos
gestos de sufrimiento. También con un personaje de Stevenson, un hombre cenceño
y cojo, con uno de esos zapatones tremendos en uno de sus pies, que salía de su
casa –una edificación destartalada y torcida frente al pequeño puerto- con gesto
torvo y ocupadas sus manos en liar un cigarrillo. No habría desentonado entre
la tripulación de la
Hispaniola …
Como era la bajamar, le faltaban
a la iglesia y al cementerio pegado a ella, el espejo del mar. Aún así, pocos
lugares conocemos tan hermosos como este.
Y algunas horas más tarde,
después de la merienda, llevamos los coches hasta Teyeu y nos fuimos, paso a
paso también, por el camino real arriba, en busca de los restos de la calzada
romana.
Cuando apenas habíamos avanzado
unos cien metros, encontramos una portilla cerrando el camino. Preguntamos en
una casa –la última habitada- y nos dijeron que era para impedir que se
escapasen las vacas que los pastores acostumbraban a subir hasta los pastos de
la cumbre. Salvamos entonces ese obstáculo y comenzamos el ascenso.
Al poco, escuchamos unos gritos
ásperos en la pared de la derecha. Descubrimos a dos o tres decenas de cabras
que ramoneaban impasibles entre los riscos. Los gritos, guturales, broncos y
desabridos, los daba el cabrero, que se movía en lo más alto de la montaña.
Llamaba al amplio rebaño a recogerse. La mayoría, al escuchar esos gañidos,
empezó a moverse hacia un sendero que se divisaba a la izquierda, reuniéndose
allí y avanzando disciplinadas hacia el pastor. Otras, sin embargo, se hicieron
las distraídas y siguieron a lo suyo. Entonces, el pastor, además de continuar
con aquellos destemplados gritos, comenzó a lanzarles unos pedruscos enormes,
como debieron de serlo los usados en al batalla de Covadonga. Fue así como las
consiguió meter en vereda.
El camino que llevábamos
nosotros, en el fondo del valle angosto, es un camino solitario que no acostumbran
a seguir los turistas. Por lo que pudimos comprobar, por allí solo pasan
algunos vaqueros y pastores. Se veía en las boñigas y las cuadras que se
encontraban a cada paso. Es, también, un camino estrecho lleno de helechos y
espinos, a la orilla de un riachuelo dorado.
Unos metros antes de encontrarnos
al fin con los adoquines del imperio, tuvimos que franquear esa corriente de agua.
Había cruzados tres troncos sobre ella, pero nos parecieron poco estables e
inseguros. De manera que salvamos el río saltando de piedra en piedra, dándonos
unos a otros las manos, como en juego infantil…
Al rato, se empinó mucho el
camino, y se hizo más estrecho aún, ahogado por más densos espinos. Casi en la
cumbre, nos encontramos con tres vacas del país, cruzadas delante de nosotros,
que nos impedían el paso. Nos echaron una ojeada displicente y continuaron
rumiando sin hacer cuenta de nosotros ni moverse un punto de donde estaban…
Decidimos entonces que ya habíamos caminado más que suficiente y nos volvimos
por donde habíamos llegado.
Aquí tardo un mundo en hacer la
cama porque por la pequeña ventana de nuestra habitación me llama, incansable,
ese mismo mundo: el juego constante de las montañas y las nubes, el canto de
los pájaros, los tractores que pasan, renqueantes y tísicos, algunos paseantes,
el águila que se posa, majestuoso y grave, en la pomarada de enfrente…
Hoy cruzó frente a la casa, otra
vez, el hombre hosco. Que, nos hemos enterado, no es un hombre arisco sino un
pobre infeliz. Un simple que anda estos caminos tímido, retraído, miedoso de
todo…
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