miércoles, 25 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XIV)

Tranco decimocuarto (Palacio)

Fuimos hasta Llanes, a una feria de quesos. Aquí, el queso es un asunto serio. En un espacio tan estrecho como el que en el mundo ocupa este concejo, puede uno probar un número inverosímil de variedades. Aquí, el del queso, más que un mundo es un universo.

Los chiquillos los probaron todos, pequeños pedazos que les ofrecían en tablas de madera oscura: gamonedo, pría, beyos, vidiago…

Antes de llegar a la Plaza de Santa Ana, donde estaban montadas las pequeñas casetas, un penetrante aroma bajaba por la calle Mayor, heraldo de lo que allí se negociaba.

La Plaza de Santa Ana es un lugar precioso. Un reducido espacio adoquinado y rodeado de casas nobles y antiquísimas por donde no pasan los coches. En una esquina hay un muro de piedra que esconde un jardín, una pequeña arcadia oculta, y a su lado, modesta y encalada, la ermita de la santa. En una de las casas hay una veleta en forma de barco de vela que a nosotros nos gusta mucho. Se movía, esa mañana, muy dulcemente, supongo yo que soñando con largos viajes, melancólica de otros vientos...

Pero quizá lo más bonito de ese lugar sea el pasadizo que se abre en uno de sus costados y que conduce, como si fuese la estancia de una misma vivienda, a la Plaza de Cimadevilla, más pequeña aún, y casi secreta. Esa callejuela que une estas dos plazas como un pasillo, está cruzada, en lo alto, por una galería cerrada, como las que se ven en algunos pueblos de Italia. Había también allí algunos tenderetes, pero que vendían otras golosinas: panes redondos como ruedas de carro, rubias boroñas, perfumados embutidos, empanadas pantagruélicas, tentadores dulces…

Curiosos andábamos entre todos estos manjares cuando descubrimos de pronto dos puntos rojos en el cielo. Eran dos globos de un rojo intenso, que se perdían hacia lo alto, navegando libres. Eran los globos publicitarios que regalaban en el diminuto pabellón entoldado del banco que patrocinaba la muestra quesera. Estaban hinchados con helio y en cuanto los chiquillos se distraían y aflojaban la mano con la que los sujetaban, se les escapaban los globos hacia lo alto, como el dinero de los preferentistas, subiendo rápidos hasta que se perdían de vista, disueltos en el azul… En muy poco tiempo, se llenó el cielo de puntitos escarlata, y la plaza del llanto desconsolado de un coro de infantes. Si yo hubiese sido el padre de una de esas tiernas criaturas – P. seguía probando quesos, ajeno al drama-, habría aprovechado para explicarles que eran esos globos metáfora perfecto del negocio financiero, que de un banco solo puede uno esperar lo peor, y que si te da algo, no tardará en arrebatártelo… Pedagogía económica.

Los quesos, en las casetas de madera, estaban presentados de dos formas: o bien a la manera medieval, grandes ruedas blanquecinas y mohosas; o bien en pequeñas porciones, en plásticos al vacío y perfectamente etiquetados. Probamos algunos: sabores fuertes, enérgicos, con mucho carácter…

Al llevar ya un largo rato allí, la combinación de aromas tan intensos comenzaba a embriagarnos, y además los chiquillos, como continuasen zampando, se iban a quitar las ganas de comer. De modo que compramos un par de ejemplares, de los pequeños, de los que recordaban esos ruedines que se les ponen a las bicis de los niños cuando están aprendiendo a guardar el equilibrio. También nos llevamos uno de esos panes antiguos y unos dulces y, con el cielo cuajado de globos, nos volvimos para casa…







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