Fuimos hasta Llanes, a una feria
de quesos. Aquí, el queso es un asunto serio. En un espacio tan estrecho como
el que en el mundo ocupa este concejo, puede uno probar un número inverosímil
de variedades. Aquí, el del queso, más que un mundo es un universo.
Los chiquillos los probaron
todos, pequeños pedazos que les ofrecían en tablas de madera oscura: gamonedo,
pría, beyos, vidiago…
Antes de llegar a la Plaza de Santa Ana, donde estaban
montadas las pequeñas casetas, un penetrante aroma bajaba por la calle Mayor,
heraldo de lo que allí se negociaba.
Pero quizá lo más bonito de ese
lugar sea el pasadizo que se abre en uno de sus costados y que conduce, como si
fuese la estancia de una misma vivienda, a la Plaza de Cimadevilla, más pequeña aún, y casi
secreta. Esa callejuela que une estas dos plazas como un pasillo, está cruzada,
en lo alto, por una galería cerrada, como las que se ven en algunos pueblos de
Italia. Había también allí algunos tenderetes, pero que vendían otras
golosinas: panes redondos como ruedas de carro, rubias boroñas, perfumados
embutidos, empanadas pantagruélicas, tentadores dulces…
Curiosos andábamos entre todos
estos manjares cuando descubrimos de pronto dos puntos rojos en el cielo. Eran
dos globos de un rojo intenso, que se perdían hacia lo alto, navegando libres.
Eran los globos publicitarios que regalaban en el diminuto pabellón entoldado
del banco que patrocinaba la muestra quesera. Estaban hinchados con helio y en
cuanto los chiquillos se distraían y aflojaban la mano con la que los
sujetaban, se les escapaban los globos hacia lo alto, como el dinero de los
preferentistas, subiendo rápidos hasta que se perdían de vista, disueltos en
el azul… En muy poco tiempo, se llenó el cielo de puntitos escarlata, y la
plaza del llanto desconsolado de un coro de infantes. Si yo hubiese sido el
padre de una de esas tiernas criaturas – P. seguía probando quesos, ajeno al
drama-, habría aprovechado para explicarles que eran esos globos metáfora perfecto del negocio financiero, que de un banco solo puede uno esperar lo peor, y que si te da algo, no tardará en arrebatártelo… Pedagogía
económica.
Los quesos, en las casetas de
madera, estaban presentados de dos formas: o bien a la manera medieval, grandes
ruedas blanquecinas y mohosas; o bien en pequeñas porciones, en plásticos al
vacío y perfectamente etiquetados. Probamos algunos: sabores fuertes,
enérgicos, con mucho carácter…
Al llevar ya un largo rato allí,
la combinación de aromas tan intensos comenzaba a embriagarnos, y además los
chiquillos, como continuasen zampando, se iban a quitar las ganas de comer. De modo que compramos un
par de ejemplares, de los pequeños, de los que recordaban esos ruedines que se les ponen a las
bicis de los niños cuando están aprendiendo a guardar el equilibrio. También
nos llevamos uno de esos panes antiguos y unos dulces y, con el cielo cuajado
de globos, nos volvimos para casa…
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