viernes, 20 de septiembre de 2013

Álbum de verano (XII)

Tranco duodécimo (Campo de Caso)

Nos levantamos temprano, porque calculamos que tardaríamos un par de horas hasta nuestro destino. Al salir a por los coches, nos encontramos al hombre hosco a la vera de la casa. Se metió, al vernos, por el camino que usan los jabalíes en el invierno. Se quedó en mitad de este, medio oculto tras unas zarzas, cucando.

Le pregunté a la vecina si podíamos irnos tranquilos. Me aseguró que sí. Que era, ese hombre de fiero mirar, un simple, un pobre infeliz. Como Beto. Beto murió poco antes de nuestra llegada a Palacio, por primera vez, hace tres años. Era el borracho oficial del pueblo. Un hombre inofensivo al que la comunidad solo podía hacer un único reproche: que aliviase sus necesidades en cualquier lugar, en mitad de un camino o al lado de cualquier casa, a la puerta de la iglesia o del cementerio incluso… Este no hace nada de eso, y tampoco tiene afición a la bebida. Tan solo esa manía de vagar desasosegado por el pueblo y ese mirar  furtivo y huraño.

Desde la Pola de Siero, por la nueva carretera –inaugurada, literalmente, dos días antes- se llega a El Entrego en breves minutos. Muy pronto aparecen los pozos – El Sotón, San Mamés-, los polígonos, las fábricas… Sin embargo, no han pasado ni veinte minutos y toda ese paisaje oscuro parece cosa de imaginación, y una naturaleza limpia e incontestable –bosques, ríos, altísimos riscos, montañas tremendas…- se despliega a ambos lados de la carretera. Diríase que estuviésemos a miles de kilómetros de la tristeza de esa industria moribunda.

Campo de Caso –El Campu en asturiano, que en esta zona se lleva a rajatabla el bilingüismo- es un lugar bien pintoresco. Silencioso, dulcemente dormido en mitad de la mañana luminosa… En la oficina de turismo –muy aparente-, nos explican que todos los museos del concejo –que nos son pocos: el del agua, el de la madera, el de la miel…- están cerrados.



De aquí parten rutas para senderistas y mochileros de una belleza apabullante. La ruta del Alba o la de los Arrudos, nosotros las hicimos en la mocedad.



Pero hoy venimos hasta aquí más reposadamente, con intenciones mucho más modestas, a ver los pueblos, pasear, comer algo y airearnos un rato. Visitamos, por ejemplo, la cueva del Bollu ( o Devoyu o Debollu, según las distintas señalizaciones que vimos). La cueva le habría gustado mucho a Cunqueiro, pues cuesta trabajo, a su lado, no creer en trasgos, xanas o ayalgas, y no imaginar, en algún rincón de ese paraje maravilloso, un tesoro guardado por un moro…



Como el Campo, Rioseco es un pueblo lánguido, callado, solitario… Comimos allí, en un pequeño hotel a orilla de la carretera. Este acto, en este pequeño reino, reviste casi siempre graves riesgos, y no conviene, por tanto, tomárselo a la ligera. Pide uno lo que cree un modesto refrigerio, por ejemplo una ensalada, un poco de carne o pescado, y aparece el tabernero con unos largueros como canoas de tribus primitivas, y sobre ellos, unas cantidades de comida con las que poder alimentar a todo el clan: la huerta de la finca metida en un hondísimo plato, pitu de caleya, jabalí, sardinas con jamón… Y luego, los postres tiene unos nombres tan dulces y tentadores (frixuelos con miel o chocolate, arroz con leche…) que resulta imposible resistirse…

Con este bagaje, subimos trabajosamente hasta Soto de Agües. Casas de piedra, corredores, galerías, y hórreos, decenas de hórreos y paneras, y cuadras, muchas cuadras, la mayoría abandonadas pero otras con la tená llena de la hierba recién segada.

Hasta ese momento, se había mostrado el día espléndido, transparente el aire, perfilado con una nitidez absoluta. Como esculpido por un cantero feliz. Sin embargo, a media tarde, cuando ya volvíamos, comenzó a nublarse y parecía que el día, ya cansado, se estuviese durmiendo…

Paramos en Bimenes (Martimporra y San Julián), a merendar. Acompañamos nuestro café con alegres recuerdos de estos lugares en la niñez.


Al llegar a la casa, comenzó a llover.


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