Tranco duodécimo (Campo de Caso)
Nos levantamos temprano, porque
calculamos que tardaríamos un par de horas hasta nuestro destino. Al salir a por
los coches, nos encontramos al hombre hosco a la vera de la casa. Se metió, al
vernos, por el camino que usan los jabalíes en el invierno. Se quedó en mitad
de este, medio oculto tras unas zarzas, cucando.
Le pregunté a la vecina si
podíamos irnos tranquilos. Me aseguró que sí. Que era, ese hombre de fiero
mirar, un simple, un pobre infeliz. Como Beto. Beto murió poco antes de nuestra
llegada a Palacio, por primera vez, hace tres años. Era el borracho oficial del
pueblo. Un hombre inofensivo al que la comunidad solo podía hacer un único
reproche: que aliviase sus necesidades en cualquier lugar, en mitad de un
camino o al lado de cualquier casa, a la puerta de la iglesia o del cementerio
incluso… Este no hace nada de eso, y tampoco tiene afición a la bebida. Tan
solo esa manía de vagar desasosegado por el pueblo y ese mirar furtivo y huraño.
Desde la Pola de Siero, por la nueva
carretera –inaugurada, literalmente, dos días antes- se llega a El Entrego en
breves minutos. Muy pronto aparecen los pozos – El Sotón, San Mamés-, los polígonos,
las fábricas… Sin embargo, no han pasado ni veinte minutos y toda ese paisaje
oscuro parece cosa de imaginación, y una naturaleza limpia e incontestable
–bosques, ríos, altísimos riscos, montañas tremendas…- se despliega a ambos
lados de la carretera. Diríase que estuviésemos a miles de kilómetros de la
tristeza de esa industria moribunda.
Campo de Caso –El Campu en
asturiano, que en esta zona se lleva a rajatabla el bilingüismo- es un lugar
bien pintoresco. Silencioso, dulcemente dormido en mitad de la mañana luminosa…
En la oficina de turismo –muy aparente-, nos explican que todos los museos del
concejo –que nos son pocos: el del agua, el de la madera, el de la miel…- están
cerrados.
De aquí parten rutas para
senderistas y mochileros de una belleza apabullante. La ruta del Alba o la de
los Arrudos, nosotros las hicimos en la mocedad.
Pero hoy venimos hasta aquí más
reposadamente, con intenciones mucho más modestas, a ver los pueblos, pasear,
comer algo y airearnos un rato. Visitamos, por ejemplo, la cueva del Bollu ( o
Devoyu o Debollu, según las distintas señalizaciones que vimos). La cueva le
habría gustado mucho a Cunqueiro, pues cuesta trabajo, a su lado, no creer en
trasgos, xanas o ayalgas, y no imaginar, en algún rincón de ese paraje
maravilloso, un tesoro guardado por un moro…
Como el Campo, Rioseco es un
pueblo lánguido, callado, solitario… Comimos allí, en un pequeño hotel a orilla
de la carretera. Este acto, en este pequeño reino, reviste casi siempre graves
riesgos, y no conviene, por tanto, tomárselo a la ligera. Pide uno lo que cree
un modesto refrigerio, por ejemplo una ensalada, un poco de carne o pescado, y aparece el
tabernero con unos largueros como canoas de tribus primitivas, y sobre ellos,
unas cantidades de comida con las que poder alimentar a todo el clan: la huerta
de la finca metida en un hondísimo plato, pitu de caleya, jabalí, sardinas con
jamón… Y luego, los postres tiene unos nombres tan dulces y tentadores
(frixuelos con miel o chocolate, arroz con leche…) que resulta imposible
resistirse…
Con este bagaje, subimos
trabajosamente hasta Soto de Agües. Casas de piedra, corredores, galerías, y
hórreos, decenas de hórreos y paneras, y cuadras, muchas cuadras, la mayoría
abandonadas pero otras con la tená llena de la hierba recién segada.
Hasta ese momento, se había
mostrado el día espléndido, transparente el aire, perfilado con una nitidez
absoluta. Como esculpido por un cantero feliz. Sin embargo, a media tarde,
cuando ya volvíamos, comenzó a nublarse y parecía que el día, ya cansado, se
estuviese durmiendo…
Paramos en Bimenes (Martimporra y
San Julián), a merendar. Acompañamos nuestro café con alegres recuerdos de
estos lugares en la niñez.
Al llegar a la casa, comenzó a
llover.
No hay comentarios:
Publicar un comentario