miércoles, 29 de junio de 2011

En el campo de Montiel (III)

El sábado madrugamos un poco y nos fuimos a la Cueva de Montesinos. Aunque era muy temprano, el sol ya destilaba unas temperaturas embriagadoras.




Nos la enseñó un joven guía que nos surtió de cascos de espeleólogo y linternas. A la entrada nos encontramos con lo que nos pareció un mendigo. Tumbado sobre una piedra y con un cartón a sus pies en el que se leía una leyenda. Cuando nos aproximamos vimos que no, que no era un mendigo, sino otro que se postulaba como baquiano, y aseguraba, en aquel cartel, que llevaba cuarenta años haciendo esa función, por la voluntad, a todos aquellos que hasta allí se acercaban.

La hemos visitado un par de veces, y siempre nos pasa lo mismo, que nos acordamos de don Miguel, y damos en imaginarnos cómo llegó hasta esta sima en mitad del campo, quién le traería hasta aquí, y cómo, curioso de todas las cosas, se animó a bajar y a visitarla. Si fue en verano, seguro que disfrutaría, como nosotros, de la frescura y el silencio, estupendos aliados para el ensueño, y es natural que sacase, de esa visita suya, unos capítulos como aquellos, tan oníricos y surrealistas...


Luego nos acercamos al castillo de Fontefrida, y a su fuente, la del romance. No había, por allí, ni un alma. Caminamos por un bosquecillo y subimos hasta lo alto, desde el que se contemplaba un paisaje vicioso de altos chopos, encinares y algunas tierras de labranza. No vimos a la tortolica, ni al traidor del ruiseñor...


Comimos luego en un hotel de las Lagunas, de los años setenta. Estaban estas llenísimas de gentes y tenía todo el aire de un verbena popular...

Después nos tuvimos que volver a la casa, a sestear. Pero no pude dormir porque salieron en la tele un par de economistas que me desvelaron. El primero, muy ponderado, defendía que si se impusiese un impuesto o tasa a todas la operaciones finacieras de naturaleza especulativa  -que no generan ni empleo ni más riqueza que la que se embolsan los que las llevan a cabo-, los estados tendrían dienro más que suficiente para no tener que hacer ningún recorte y atender a los más desfavorecidos. Daban ganas de aplaudir. El segundo, también catedrático como el anterior, era otra cosa. Con una barba como la que saca Gregory Peck en su papel de capitán Ahab, y unas maneras como las de Gustavo Bueno cuando lo llevaban a una tertulia televisiva, declaró que no había ningún remedio para esta crisis, que la gente iba a seguir parada por los restos porque las reformas que se están haciendo solo van a servir para que los salarios sean más bajos..., y, para finalizar, que los bancos no tenían ninguna culpa de lo sucedido, sino que había sido la gente la que, irresponsable y alocada, había consentido firmar unas hipotecas que estaba claro que no iba a poder pagar jamás, así viviese cientos de años.

Se veía que no le gustaba la gente. Nos puso, ese hombre, muy mal cuerpo.



Íbamos ya a apagar el televisor, pero en ese instante anunciaron que el programa siguiente iba a ser un documental sobre Álvaro Cunqueiro.

Fue precioso. Salía don Álvaro hablando de sus libros, y muchos escritores que lo veneran, y hasta algún viejo amigo que lo conoció. Hablaron de su vida y de sus libros con mucho conocimiento y gran naturalidad, sin solemnidades ni pedanterías. Al final, cuando sacaron unas imágenes de su entierro, hasta nos emocionamos un poco, como si hubiese sucedido esa misma tarde. Eran a color, con ese color tímido de las primeras fotos que consiguieron ese prodigio. La gente iba con paraguas...




Los chiquillos llevaban un rato entrando y saliendo para que me metiese en la piscina con ellos, pero yo les decía que esperasen un poco, que estaba a punto de terminar, porque estaban hablando ya de los libros que imaginó y no pudo escribir nunca o se perdieron -entre ellos una novela que quería titular "Ceniza en la manga del viejo" ("Cenizas en la manga de un viejo es lo que dejan a la arder las rosas...")-. Como me veían tan interesado, se quedaron un rato a ver qué era aquello. Pero se cansaron enseguida, y se fueron a bañar solos. Fue una película bellísima y emocionante, que nos libró de la murria que el barbado economista nos había puesto en el alma.

El domingo, tras dejar la casa, volvimos a las Lagunas. Aquello era impresionante. Bullía el pueblo por todos los rincones, el pueblo soberano, ese que pidió unas hipotecas imposibles y hoy vota a la derecha porque cree que va a arreglar todo este desaguisado. Con sus fiambreras, sus mesas de camping, sus tortillas y sus filetes rusos, buscando un lugar donde colocarse cerca de la orilla. Con las pieles tatuadas, enormes gafas de sol y los torsos desnudos... Vimos también unas monjitas, con sus bocadillos y sus tocas grises. Era como un documental de la 2, la vida humana hirviendo, agitándose de un lado a otro una tórrida mañana dominical.



A don Miguel, que las conoció solitarias y en silencio, supongo que también le habría gustado verlas así, curioso como era de las gentes y sus vidas... Y, compasivo, se apiadaría de todos nostros como de sí mismo. Según el economista que considera inocentes a los bancos, no hay trabajo para tanta gente. Sin embargo, no creo que ninguno de los que allí estaban hubiese escuchado a ese hombre. Gracias a dios, se les veía felices y contentos. Daban ganas de abrazarlos a todos, hermanos nuestros, y animarles a que siguiesen disfrutando, que quién sabe lo que nos van a deparar a todos estas galernas que nos azotan... Pero no lo hicimos, y nos fuimos al pueblo de Ruidera en busca de algo de tranquilidad.

De camino, como A. y yo no dejábamos de comentar lo que les habíamos escuchado a esos economistas la tarde anterior, P. pidió la plabra: "Como ya soy mayor, creo que ya tengo derecho a saberlo: ¿Cuál es nuestra situación económica?"

Hacía tanto calor, que tras la comida nos metimos corriendo en el coche, encendimos el aire acondicionado y nos volvimos a nuestra casa, a encerrarnos en ella.



Fin

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