lunes, 10 de octubre de 2011

Día de campo

El sábado nos fuimos a comer al campo. A una antigua finca rodeada de árboles centenarios, un dulce curso de agua y viejas edificaciones: el molino, la central eléctrica, los almacenes, el palomar... Y una casa profunda, llena de habitaciones, cámaras, sobrados...

Hace tiempo fue un lugar lleno de gentes, de ruidos, de trajines... P.L. podría hacer la novela -profunda como esa casa y fluida como el río- de ese sitio. Antes de comer nos enseñó todo: el salto de agua, el canal, las habitaciones numerosas... Lo que más nos impresionó fue la vieja central eléctrica, con el techo de madera apuntalado, a pique ya de venirse abajo, las turbinas y los alternadores oxidados y un imponente panel de madera lleno de palancas, interruptores y otros aparatos de medición, y en un lado el cuadro con los últimos turnos de los trabajadores, escritos a máquina... Parecía, ese lugar, el escenario de una película fantástica...

Y mientras nos enseñaba estas cosas, nos contaba P. la lucha que lleva para que la familia se haga cargo de los arreglos que se necesitan a cada paso para que no se venga todo abajo y se arruine sin remedio.

Después dimos un paseo por la finca, aunque yo me quedé un poco rezagado pegando la hebra un rato con J.L., el viejo hortelano que cuida de todo. A veces no entendía muy bien lo que me decía, pero le contestaba a todo que sí y, cuando el hombre cabeceaba con pesadumbre, le acompañaba en ese gesto y repetía con él que, efectivamente, los tiempos van muy cambiados y que todo acaba por perderse. Se notaba que le gustaba hablar largo y tendido, probablemente porque se debe de pasar mucho tiempo solo laborando por la finca ("A mí no me gusta pasarme todo el día en el bar, o en la esquina de la calle, murmurando de este o de aquel... A mí que cada uno haga lo que le parezca, siempre que no moleste al vecino, claro está... Y es que, sabe usted, a mí el campo es lo que más me gusta, que hasta tengo de vez en cuando algún disgustillo con la mujer, que se queja de que nunca esté en la casa..."). Cuando hablaba de los viejos tiempos de la finca, y de sus dueños más antiguos, yo me perdía un poco, pero se adivinaba en su relato aquel mundo antiguo de grandes pobrezas ("Aunque nosotros, gracias a que mi padre estaba contratado aquí, nunca pasamos hambre, y siempre tuvo mi madre un plato que ponernos a la mesa, y nunca nos mandó a dormir sin haber cenado..."). Rememoraba con gusto los días en los que los almacenes estaban repletos, y la central daba luz a todo el pueblo y no paraban de llegar carros y galeras.  Hombre hablador pero discreto, después de contarme todas esas cosas, debió de pensar que ya me había retenido demasiado, y me animó a seguir el paseo en busca de los demás ("Vaya, vaya usted, que yo soy muy cansao hablando...")

Y ya nos pasamos la tarde a la puerta de la casa, charlando de esto y aquello, pero sobre todo riéndonos sin parar, que es lo que solemos hacer con estos amigos que además son compañeros de trabajo, trabajo que sin ellos y todas esas risas que se nos desbocan cada poco no sabemos muy bien cómo íbamos a poder sobrellevar. Y eran las risas, a veces, tan francas y estentóreas, que sacudían los castaños de indias y, al rato,  se escuchaba un crujido y caían al suelo media docena de castañas, dándonos un susto...
Luego, a pesar de no ser muy tarde, empezó  la luz a palidecer, y el frío se hizo más presente, de manera que aunque nos resultaba  difícil levantarnos, tan a gusto estábamos allí, tuvimos que abandonar tan virgiliano retiro, subirnos a los coches y tomar el camino de vuelta...

Y no hay ninguna foto porque me olvidé la cámara en casa...

Cuando llegamos a Albacete ya era de noche.

Fue un día feliz.

1 comentario:

  1. Qué bonito, esas viejas casas de campo llenas de recuerdos...

    Por cierto, muy buen artículo, el de la entrada anterior.

    Saludos.

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