miércoles, 12 de octubre de 2011

Pobre bici mía

Acabamos de llegar de La Pulgosa -¡qué nombre tan desgraciado!-, de pasar allí el día. Hemos ido, entre infantes y adultos, veinticinco. La mitad hemos hecho el trayecto en bicicleta, por el carril habilitado para estos vehículos sencillos y perfectos, y el resto a pie, como excursionistas de la Institución Libre de Enseñanza.


La Pulgosa -¡lástima de nombre!- es un parque rústico y bien grande a las afueras de la ciudad. Está lleno de pinos, prados jugosos y senderos de tierra... Hay, también, un bar, y juegos para los más pequeños: toboganes, columpios y otros artilugios más modernos que no sé cómo los llamarán... Por los pinares corren gentes fibrosas con aspecto de maratonianos, en los prados se juega al fútbol sin descanso y las bicicletas dejan sus huellas por los caminos... El resto de la gente que se acerca hasta allí, muy numerosa y variopinta, se queda en el bar, contemplando al resto...


Íbamos a tomar una paella. Salimos temprano los ciclistas, en fila india, tan bien formaditos que éramos la admiración de los paseantes. Se quedaban embobados al vernos pasar. Los ancianos sobre todo, que nos mostraban su admiración levantando el bastón, supongo que para animarnos, aunque todos tenían cara de susto y parecían más bien estarse protegiendo  o a punto de dejar caer la garrota sobre nuestras cabezas. A uno incluso me pareció escucharle algo inconcebible, algo así como: "Jodidos ciclistas, que no me dejan acercarme al paso de peatones..." Pero eso es imposible que lo dijese. Cómo le va a caer mal un cilista a nadie...


El caso es que, sin contratiempo alguno, llegamos al fin a ese parque, le dimos un par de vueltas y ya dejamos que los chiquillos se expansionasen a su gusto mientras nosotros nos sentábamos en la terraza del bar, a pie de césped, a esperar a los caminantes.

El día era precioso, el parque estaba de bote en bote, y más lleno aún el bar y su terraza.

Nos sentamos a comer. Los chiquillos, colocados en mesa aparte, protestaron  porque decían que a ellos nadie les había pregunatdo si querían paella u otra cosa; los que estaban sentados detrás de ellos se quejaron también porque decían que esos niños nuestros hablaban muy alto y a gritos y que ya les estaba doliendo la cabeza; nosotros clamábamos al camarero que  la comida se estaba demorando y se nos estaban insolentando los infantes; y el camarero se lamentaba de la cocina, que decía que iba muy retrasada con las comandas... Al fin llegó el arroz, los chiquillos se lo comieron fatal y muy velozmente y se fueron, de nuevo a por sus bicicletas, de manera que nosotros tuvimos al fin un ratito de descanso... Muy pequeño porque al poco comenzaron a llegar casi todos de vuelta con las ruedas pinchadas. Quien con la de delante, quien con las de detras, quien con las dos sin aire... Parecía una maldición ciclista...


Así que de los doce que habíamos llegado hasta allí pedaleando, volvimos solo cinco. Y cuando ya faltaba poco para llegar a la casa, mi rueda delantera emitió un tristísimo suspiro y se desinfló de repente, como quien pierde todas sus ilusiones de golpe. Recorrí los últimos metros de pie, a su lado, acariciando el manillar como si de un potro herido se tratase... ¡Pobrecilla!


2 comentarios:

  1. Me ha encantado la distributiva.Sigue enriqueciendo la lengua que alguien te lo pagará...Corren buenos tiempos para la lírica...

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  2. Ay¡¡ Este veranillo me va a matar. Al no llover, las almas se secan. ¿Alguna novedad en la comunidad?. Menos mal que tranquilizaste a ese padre con afirmaciones falsas con propósito benévolo. De lo contrario, hubieras cometido sincericidio, que es mucho peor.

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