martes, 11 de octubre de 2011

Tapas

El domingo estuvimos de tapas, que andan los restaurantes y bares celebrando la no sé cuántas jornadas de las dichas... Nada que ver con lo que nos ocurrió hace un par de años... En esta ocasión, muy poca gente, aire desangelado y mustio en casi todas partes y bocados poco inspirados, también con aspecto desmayado y poco entusiasta.

Tenía uno la ilusión de que fuese un poco como aquel curso, para hacer un artículo parecido al que escribimos entonces, porque me lo celebararon mucho los dos o tres amigos que tienen la paciencia de leerlos. Tenía pensado hacer, como algunas películas, una segunda parte, pero es imposible...

De manera que, aunque es muy feo citarse a uno mismo y muy deslucido repetirse, para llenar el espacio que la realidad me ha negado, traigo aquí ese artículo de hace dos años, por si alguien no lo leyó...

COQUINARIA

No podía imaginar que iba a venir hoy uno a hablarles de cocina. Los asuntos gastronómicos nos han provocado siempre una gran indiferencia y su literatura, salvo los libros de Cunqueiro y algunas páginas de Pla –que hablen de lo que hablen , siempre dicen cosas necesarias y felices-, un incontestable rechazo. Ando muy lejos de ser un gourmet, adolezco de un paladar insensible a los bocados celestiales y como sibarita no doy la talla. Sin embargo, no sabría decirles con claridad cómo sucedió, el caso es que me he visto envuelto en la IV ( ayer ya la VI)Feria de la Tapa.

Todo comenzó cuando, en un bar al que entramos por casualidad, nos colocaron un folleto en las manos. Allí se podían leer cosas como las que siguen: “Solomillo al cencibel con crudites y bombón de queso”, “Delicias de mar sobre cama de cebolla confitada y lágrimas de Pedro Ximénez”, “Parfait de queso manchego con cebolletas tiernas en tempura y caramelo de moscatel”, “Chipirón relleno de queso manchego sobre dulce de Liétor al aroma de las Rías” y un largo etcétera, exactamente hasta ochenta y nueve títulos más o menos del mismo tono. Me recordó esta lectura un no muy lejano día en el que mi mujer y yo nos fuimos a celebrar nuestro aniversario a un restaurante donde todos los platos tenían denominaciones semejantes a estas que les he glosado líneas arriba, largas y exuberantes como título de libro de caballerías. Además, resultó el lugar tan fino y lleno de cortesías, que el camarero, al colocarte el plato bajo la barbilla, se quedaba unos momentos a tu vera y, con bien timbrada y armoniosa voz, te romanceaba el plato con tal solemnidad que uno no sabía si comérselo o ponerle un marco y llevárselo a casa para colgarlo en el salón. A mí se me ocurrió decirle que, para redondear aún más la cosa, deberían modificar los títulos y hacerlos en cuaderna vía, con  curso rimado y a sílabas contadas, como presumía el clérigo del mester que era gran maestría, en el Libro de Alexandre. Se me ocurrió, pero no llegué a decírselo.

De todas maneras, algunos de esos nombres eran bonitos, con su pequeño aroma de poesía y su misterio: “Ciervo con alma de La Mancha”, “Suspiros de Ángela”, “Hechizo de mar”, “Tarantela”… Y también estaban los que abrían una puerta al surrealismo y el nonsense, como por ejemplo éste: “Tournedo de manitas de cerdo escalope de foie higo borracho y herencia de La Mancha” (así, sin un respiro, transcrito fielmente del folleto).

Pero es el caso que nos tomamos una tapa, y luego otra y otra más esa misma tarde, y caímos presos así de  lo que podría llamarse un espiral taperil que nos ha traído el fin de semana febriles y desazonados de tapa en tapa, de bar en bar.

Y en este deambular hipnótico y obsesivo, también a nosotros se nos han dado ser vistas cosas prodigiosas y terribles, como al personajes de Rutger Hauer en Blade Runner, que decía haber contemplado naves de guerra ardiendo más allá de Orión. Les refiero.

Hace justo una semana, acudí en compañía de unos amigos a probar la tapa de un afamado restaurante. Como aún faltaba media hora para que abriese, nos fuimos a otro  local cercano. Cuando volvimos, una larga fila de gentes aguardaban a que el restaurante abriese sus puertas y, cuando al fin se les franqueó el paso, entraron en tropel, abalanzándose hacia la barra como si de ello dependiese el pan de sus hijos. Por unos instantes pensé que allí sería el pincho gratuito, pero no. Me dejó tan mal sabor de boca semejante espectáculo que no les puedo decir si el bocado merece la pena o no. Así que, al día siguiente, conduje a mi mujer al mismo lugar, para tomarnos el aperitivo tranquilamente. ¡Pobre de mí!, ¡iluso! Un montón de personas se agolpaban de nuevo ante la entrada, acompañados en esta ocasión de cámaras de televisión y flashes fotográficos. Era el señor presidente de esta nuestra comunidad, y la alcaldesa, y un buen número de vasallos que los acompañaban y rodeaban y les reían las gracias. Como nosotros, también querían probar la tapa. A pesar de todo entramos, no sin que antes un guardaespaldas nos preguntase a qué íbamos allí, si éramos clientes. Se me ocurrió contestarle que éramos un comando terrorista y que estábamos allí para atentar contra el presidente, pero como no me iba a creer y ya saben ustedes que estas ocurrencias mías raras veces las verbalizo, le contestamos que sí y nos dejó pasar. Y tampoco pude cogerle el gusto a esa tapa. Porque lo único que tenía en la cabeza era pensar quién iba a pagar todas las que se estaban comiendo, que también invitaron a los periodistas. A lo mejor las ha abonado Caja Castilla-La Mancha, ¿no creen? Al salir, el presidente nos saludó como si nos conociese de toda la vida, pero que quede constancia de que a nosotros dos no nos invitó.

También contemplamos, el pasado sábado al mediodía, un Albacete que bullía lleno de gentes que, como nosotros, corrían enérgicas de un lado a otro, en busca de la tapa aún no probada, agitando sus folletos como banderines, embutiéndose en los locales repletos, tragándose los pinchos en un santiamén para saltar al abordaje del siguiente. Y vimos familias arrastrando a sus hijos –al nuestro lo dejamos al angelico con sus tíos y sus primas, tan rica y tranquilamente, comiendo arroz a la cubana-, a parejas de jóvenes o ancianos, a grupos de amigos, todos con la fiebre de la tapa en los ojos. Y a cocineros y camareros manteniendo el tipo, cual marineros avezados, ante semejante galerna –mi homenaje más sincero para todos ellos desde aquí-, y vajillas ultramodernas, y otras cosas que aquí no cuento por demasiado crudas y desagradables. Y mi mujer y yo, cogidos de la mano, en medio del temporal. ¡Quién se lo iba a decir a uno, que con un huevo frito con patatas soy feliz!






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