lunes, 4 de abril de 2011

Feria del Libro 2011

Este año se ha retrasado un poco y ha vuelto a la ciudad al tiempo que las golondrinas. Normalmente llega antes de la primavera y siempre hace, mientras permanece aquí, un tiempo frío, lluvioso y desapacible. Este año, sin embargo, las temperaturas son ya templadas y agradables, pero aún así, la primera vez que la visitamos corría por el Paseo un aire helado muy impertinente y ayer amaneció el día con un cielo de un color marrón-barro bien triste,además de caer tres o cuatro chaparrones  malintencionados.


Son, como cada año, los mismos libreros y casi los mismos libros, ambos compartiendo el mismo aspecto menesteroso y desangelado de siempre. Los libreros tienen todos un aspecto patibulario y feroz que, juntándolos a todos, darían para una perfecta tripulación pirata. Mal afeitados, con los pelos revueltos, la piel quemada por esta vida suya a la intemperie, y una mirada desesperanzada y perdida en lejanas ensoñaciones, dan todos un poco de miedo. Son, además, muy ignorantes la mayoría.



Un día, mientras revolvíamos un rimero de pobres tomos polvorientos, justo a nuestro lado aparecieron dos adolescentes que le pidieron a uno de estos bucaneros "El coloquio de los perros".

-De animales aquí no tengo nada. Preguntad en esa caseta de ahí- les rugió el barbado librero.


Los libros que venden parecen sus cautivos. Como Cervantes en Argel, aguardan sin esperanza a que alguien pague el precio que les han asignado como rescate. Y como llevan tanto tiempo junto a sus captores, muestran ya el mismo aspecto destartalado que sus dueños. Nos dan siempre muchísima lástima. Amarillentos y sucios, llevan una vida arrastrada y lamentable de ciudad en ciudad y de feria en feria. Libros huérfanos, arrojados sin compasión al arroyo, manoseados una y otra vez pero sin que nadie se termine de decidir y los saque de esta errancia triste comprándoselos al filibustero que es su dueño. Libros que nadie lee, que nadie leyó tal vez nunca, pobres libros tristes y vagabundos. A nosotros nos dan mucha pena. Tanta, que todos los años compramos un número exagerado, y nos los traemos a casa como quien acaba de salvar de la inclusa a unos huérfanos. Al llegar, les quitamos el polvo, los aseamos un poco y les buscamos un rincón abrigado en una de las estanterías del estudio, en espera de que llegue el día en que los leamos.


Otras veces, sin embargo, nos acercamos a estas casetas como el pescador de trucha. Paseamos arriba y abajo, lanzando al mirada sobre los montones de libros como quien suelta carrete y deja caer el anzuelo en la corriente del río. Así una y otra vez. A veces pica algo, y otras no. Recordamos tardes muy felices, como cuando encontramos algunos libros de Cunqueiro o de Pla que no teníamos, o alguna de esas novelas de Carlos Pujol que tanto nos gustan. Otras, en cambio, volvíamos a casa con el morral vacío, y entonces entrábamos en la librería de nuevo, para remediar ese vacío. Pero al llegar a casa nos sentíamos un poco avergonzados, como aquel pescador que, para no regresar con las manos vacías, se paró en una taberna y pidió unas cuantas sardinas que metió en su escarcela sin darse cuenta de que se las habían servido asadas...


En fin. Este año, en cambio, además de pronosticarse un mejor tiempo, más plácido y caluroso, apenas hemos podido remediar a ninguno de estos libros desamparados, ni pescar casi nada. Los que nos hubiésemos traído de buena gana ya los tenemos todos. Moraleja: acumulamos ya demasiados libros.

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