Este año se ha retrasado un poco y ha vuelto a la ciudad al tiempo que las golondrinas. Normalmente llega antes de la primavera y siempre hace, mientras permanece aquí, un tiempo frío, lluvioso y desapacible. Este año, sin embargo, las temperaturas son ya templadas y agradables, pero aún así, la primera vez que la visitamos corría por el Paseo un aire helado muy impertinente y ayer amaneció el día con un cielo de un color marrón-barro bien triste,además de caer tres o cuatro chaparrones malintencionados.
Son, como cada año, los mismos libreros y casi los mismos libros, ambos compartiendo el mismo aspecto menesteroso y desangelado de siempre. Los libreros tienen todos un aspecto patibulario y feroz que, juntándolos a todos, darían para una perfecta tripulación pirata. Mal afeitados, con los pelos revueltos, la piel quemada por esta vida suya a la intemperie, y una mirada desesperanzada y perdida en lejanas ensoñaciones, dan todos un poco de miedo. Son, además, muy ignorantes la mayoría.
Un día, mientras revolvíamos un rimero de pobres tomos polvorientos, justo a nuestro lado aparecieron dos adolescentes que le pidieron a uno de estos bucaneros "El coloquio de los perros".
Un día, mientras revolvíamos un rimero de pobres tomos polvorientos, justo a nuestro lado aparecieron dos adolescentes que le pidieron a uno de estos bucaneros "El coloquio de los perros".
Los libros que venden parecen sus cautivos. Como Cervantes en Argel, aguardan sin esperanza a que alguien pague el precio que les han asignado como rescate. Y como llevan tanto tiempo junto a sus captores, muestran ya el mismo aspecto destartalado que sus dueños. Nos dan siempre muchísima lástima. Amarillentos y sucios, llevan una vida arrastrada y lamentable de ciudad en ciudad y de feria en feria. Libros huérfanos, arrojados sin compasión al arroyo, manoseados una y otra vez pero sin que nadie se termine de decidir y los saque de esta errancia triste comprándoselos al filibustero que es su dueño. Libros que nadie lee, que nadie leyó tal vez nunca, pobres libros tristes y vagabundos. A nosotros nos dan mucha pena. Tanta, que todos los años compramos un número exagerado, y nos los traemos a casa como quien acaba de salvar de la inclusa a unos huérfanos. Al llegar, les quitamos el polvo, los aseamos un poco y les buscamos un rincón abrigado en una de las estanterías del estudio, en espera de que llegue el día en que los leamos.
Otras veces, sin embargo, nos acercamos a estas casetas como el pescador de trucha. Paseamos arriba y abajo, lanzando al mirada sobre los montones de libros como quien suelta carrete y deja caer el anzuelo en la corriente del río. Así una y otra vez. A veces pica algo, y otras no. Recordamos tardes muy felices, como cuando encontramos algunos libros de Cunqueiro o de Pla que no teníamos, o alguna de esas novelas de Carlos Pujol que tanto nos gustan. Otras, en cambio, volvíamos a casa con el morral vacío, y entonces entrábamos en la librería de nuevo, para remediar ese vacío. Pero al llegar a casa nos sentíamos un poco avergonzados, como aquel pescador que, para no regresar con las manos vacías, se paró en una taberna y pidió unas cuantas sardinas que metió en su escarcela sin darse cuenta de que se las habían servido asadas...
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