lunes, 25 de abril de 2011

Slow life

Salimos el sábado hacia Úbeda, donde haríamos noche. Salimos sin prisa, a media mañana. Tan sin prisa que, cuando ya estábamos en el coche, circulando hacia la salida de la ciudad, nos volvimos a casa porque A. se había dejado olvidado el móvil y yo..., yo mi maleta, aunque esto todavía no lo sabíamos. Lo descubrimos al llegar al portal y encontrarnos con unos vecinos, los del quinto, que nos preguntaron si no sería nuestra una maleta azul que había encontrado otro vecino, el del tercero. “Noooooo”, les contestamos seguros de tenerlo todo, las maletas, bultos y aperos para los baños de mar, bien embutido en el maletero. En el ascensor nos encontramos con otros, los del sexto, que nos dijeron haber creído que la maleta era nuestra porque otro, el del tercero, nos había visto abandonar el garaje y justo después entró él y se la encontró allí, abandonada sobre el suelo… Entonces ya empezamos a dudar. Mientras A. dejaba la basura en el contenedor de la calle, P. y yo habíamos bajado esos bultos, maletas y aperos para los baños de mar, hasta el garaje, y a lo mejor, en un descuido… De manera que nos pusimos a rastrear la dichosa maleta y, tras varias subidas y bajadas siguiendo su rastro por diferentes pisos, acabamos hallándola en casa de E., nuestra vecina del segundo. Efectivamente, era mi maleta. E. es la misma vecina que un verano, media hora después de habernos marchado para las largas vacaciones del verano, tuvo que cerrarnos la puerta de casa, que nos la habíamos dejado abierta de par en par.

De manera que salimos, como se ve, muy lentamente, y lentamente hicimos el camino, conduciendo muy despacio, pensando cómo habría remediado uno ese olvido. A. decía que nada más llegar a Úbeda tendría que haberme ido a comprar unos pantalones, alguna camisa y mudas limpias. Yo, sin embargo, pensaba que podría haber esperado a llegar a Cádiz y haberme hecho allí con unas bermudas y una camiseta de esas que venden en los bazares con una leyenda en el pecho: “Lo siento, pisha, no to er mundo pue ser de Cai”, o una de su equipo de fútbol, con el nombre de Mágico González a la espalda. Y en lugar de calzoncillos, usar el bañador. Con eso, para tres días, tendría más que suficiente.




También escuchábamos a F., que iba glosando el viaje: “Mira, en ese campo debe de haber muchísimos espárragos. De chica, yo los encontraba con mucha facilidad, donde nadie veía nada, yo encontraba unos espárragos hermosísimos…”; “yo me acuerdo, de muy chica, cuando tío Lorenzo, que era muy versado y sabía leer, cogía un libro por las noches, y a la luz de un candil se lo leía  a los mayores… Luego, con la luz eléctrica y la radio, eso se acabó… Mira ahora, ponéis la música, y ya no habláis nada…”; “esas nubes traen agua, no lo veis…”; “la última vez que hice este viaje, se me subieron unos colores…, al llegar parecía una santa borracha…”. Nos adelantaban los camiones, pero nosotros tan contentos…
Al entrar a Úbeda, ya sonaban  las agrias trompetas, los oscuros tambores…

2 comentarios:

  1. Vaya, Enrique, una de mis obsesiones. Durante buena parte de mi vida he soñado con maletas, más concretamente con que las perdía. Unas veces las dejaba en un tren (lógico, me he criado junto a las vías o sobre ellas) y, justo cuando yo volvía la vista para verlo partir (echando humo, claro, porque en los sueños los trenes nunca debe ser eléctricos) descubría con auténtico pavor que había olvidado bajar el equipaje. Me invadía la impotencia de lo irremediable, como cuando Yuri corre tras de Lara en Doctor Zhivago y no la puede alcanzar. Cosa imposible porque, al ser de pueblo, media hora antes de que anuncien la estación de llegada (mi padre diría "donde muere el tren") ya estoy ahí, junto a la puerta, con todos los bultos pegados a mis rodillas. Otra veces, digo, la que se marcha soy yo, y mi pobre maleta se queda sin remedio en un andén cualquiera, como los perros en verano. ¿Tú sabes qué congoja me entra? Me despierto angustiada y ya no se me va el sentimiento de culpabilidad en todo el día. Todavía me ocurre a veces, pero supongo que con los años se pierde el afán de conservar lo efímero.

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  2. Yo, sin embargo, como ves las pierdo sin darme cuenta, tan tranquilo. Un verdadero inconsciente.

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