martes, 26 de abril de 2011

Tres días en Cádiz

Domingo
Continuando con nuestro propósito de viajar muy lentamente -pero sin dejarnos olvidado nada esta vez-, salimos de Úbeda tarde, después de comprar los periódicos y unos dorados ochíos para el camino.

Se circulaba muy a gusto, sin apenas tráfico, y poco antes de llegar a Sevilla nos paramos a comer (de los ochíos ya habíamos dado buena cuenta por el camino). El bar estaba lleno de japoneses que acababan de bajarse de un autobús. Nos entraron ganas de hacerles una reverencia y darles nuestras condolencias por  todo lo que había sucedido en su país, y lo que sigue pasando, pero como se les veía a todos muy contentos, sacándose fotos unos a otros y riéndose con ganas, no lo hicimos.
¡Qué bonito es entrar a una ciudad por un puente levadizo! ¡Y rodeados de mar! ¡Y con las gaviotas suspendidas en el aire, como si estuviesen colgadas del cielo, planeando a dos palmos de nuestra ventanilla! Cádiz, ya se sabe, es prácticamente una isla. El trocito de tierra que la une a la península es muy poca cosa, así que aunque para los geógrafos de ninguna manera pueda ser así, para nosotros, entrar a Cádiz fue como llegar a una ínsula. Y a pesar de estar el día nublado y gris, y a que soplaba el Levante furioso, nos pusimos de muy buen humor.




Después de descansar un ratito en el hotel, salimos a hacer la ruta que nuestro amigo J., que vivió hace años en esta ciudad, nos había trazado: Cuesta de las Calesas ( y ya nos ponemos a soñar con estas calles en el XVIII, con sus damas perfumadas y  caballeros de empolvadas pelucas …), Plaza Mina, Alameda Apodaca, Plaza del Mentidero… Al entrar por Puerta Tierra, el suelo se vuelve de adoquines. Una ciudad con sus calles de adoquines es una ciudad que hay que tener en cuenta. Y más si esos bolos se sabe que han llegado hasta este lugar en los barcos que venían de América, que los traían como lastre y los dejaban abandonados aquí.

El paseo, naturalmente, es lento. En la Plaza de las Cuatro Torres hay un caserón precioso, mitad restaurado, mitad abandonado, sin cristales en las ventanas y balcones, por los que se colaban las palomas, que deben de vivir okupas en él.  Las paredes, desconchadas por el tiempo y la humedad. Esta era sin duda la parte más bonita del edificio. Con decenas de motocicletas pasando de aquí para allá, parecía ese un rincón romano.



Luego, calles silenciosas y portales profundos con un patio al fondo. En la Alameda Apodaca, casi vacía, de nuevo el mar. Parecía más tranquilo, menos agitado. Muy cerca, la Plaza de San Antonio es un lugar abierto y luminoso, feliz, como la plaza de una gran ciudad americana; y a menos de cien metros de esta, la del Mentidero, pequeña, recogida, como de pueblo pequeño, con su fuente y el busto de un médico que debió de ser muy querido en esas calles… En tan poco espacio, puede uno elegir: o la plaza enorme y ciudadana para las jornadas expansivas, o la íntima y discreta para las melancólicas.




Luego, frente al teatro Falla –que tiene una arquitectura como de plaza de toros-, unas chiquillas nos preguntaron si sabíamos por dónde  iba a pasar el Nazareno. Cuando les contestamos que no teníamos ni idea, que éramos forasteros recién llegados, se sorprendieron mucho porque aseguraron que parecíamos verdaderos gaditanos. Eso nos puso muy contentos.
Al Nazareno nos lo encontramos de pronto en la Plaza de Topete. El gentío, allí, era enorme. Nos desviamos por la calle Barrie hasta la Plaza de la Candelaria, y desde ahí al Paseo Canalejas, frente al puerto. Allí, sobre el césped, encontramos una moneda dorada. La recogí pensando que eran cincuenta céntimos, para P., que como a todos los chiquillos le ilusiona mucho encontrarse unas monedas por la calle. Pero no. Era una moneda extraña. Muy rubia, con el perfil de un rey exótico y, al dorso, la imagen de un templo budista. ¿Será una moneda mágica?, pensé entonces. ¿Nos traerá, al recogerla, un maleficio o, por el contrario, será para nosotros como un talismán? Acto seguido, tuvimos que bajarnos de la acera a causa de unas obras en el paseo, y entonces un autobús municipal no nos atropelló de puro milagro. Pasó rozándonos. La duda, entonces, continuó: ¿Nos habrá librado esta moneda de morir atropellados o ha sido su posesión la que nos ha puesto en tan grave peligro?

Volvimos al hotel por la playa de Santa María. Las olas llegaban muy lentamente hasta la arena, donde se dejaban caer como si estuviesen muy cansadas. En el cielo, sobre el mar, reinaba una luna llena del mismo color que esa rara moneda.


1 comentario:

  1. Que bonito es Cadiz!!! ..........que paseo más agradable nos habéis dado.

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