miércoles, 27 de abril de 2011

Tres días en Cádiz (II)

Lunes
 De nuevo nublado y con viento. Imposible ir a la playa. Los bañadores, chanclas y toallas, en el maletero del coche. Así que otra vez nos encaminamos hacia Puerta Tierra. En el foso de este baluarte que abre paso al Cádiz más hermoso y viejo, hay, a la derecha un jardín, y a la izquierda un par de campos de fútbol. Estaban jugando unos muchachos. Me paré un rato a verlos, a comprobar si había alguna esperanza próxima para el equipo de la ciudad que pena hoy, como el Oviedo, por la 2ªB; por ver si había, entre esos jóvenes jugadores, algún heredero del gran Mágico González. Pero en seguida me llamaron A. y P. y tuve que dejar de contemplar aquellos partidos.

En el Campo del Sur estuvimos echando unas fotos mientras el día se decidía a meterse en lluvia o no. Parecía que iba a ser lo primero, y hasta cayeron algunas gotas, dudosas e indecisas. Finalmente se sosegó todo un poco, y pudimos pasear tranquilamente, sin plan ni rumbo ni propósito.

Es Cádiz una ciudad preciosa. No se sabe muy bien qué es lo más hermoso, si las casas restauradas, recién pintadas, con las maderas de los balcones barnizadas y brillantes, casas, me imagino, de abogados, farmacéuticos o dentistas; o los viejos caserones decadentes y medio arruinados, con las fachadas malatas y muchos geranios en las ventanas de cristales empañados, que deben de ser estas las de los  zapateros, menestrales y marinos; si las iglesias o las plazas; si el puerto o los baluartes; si las tabernas o las calles; si los parques o las playas; si  el cielo o el mar…

Como caminábamos muy despacio, sin prisa alguna, íbamos fijándonos en todo: en las gentes y en los negocios que nos encontrábamos. Además de bares, vimos en Cádiz muchas ferreterías, muchos zapateros remendones y en cada esquina una administración de lotería o, en su defecto, hombres voceando sus décimos, que llevaban prendidos en el pecho. Las zapaterías estaban todas en unos locales estrechísimos, unos tabucos repletos de herramientas y de viejos zapatos que colgaban  como exvotos de los techos oscuros.
A la vuelta de una esquina dimos con la Torre Tavira. Hay en ella una cámara oscura. Con un espejo, dos lentes y una pantalla cóncava, blanca y horizontal en un cuarto totalmente a oscuras, se pueden contemplar grandes maravillas. Decidimos entrar. Nos condujeron, junto con otras personas y después de subir largo tiempo por unas escaleras, a ese cuarto. Allí, con una cuerda levantaron el espejo en lo alto y, al entrar la luz, reflejarse en este y pasar después a través de las dos lentes, apareció, como por arte de ciencia mágica, la ciudad ante nosotros, recogida en la pantalla. Al principio daba la sensación de que se trataba de una foto, pero rápidamente te dabas cuenta de que no era así: se veía la agitación del mar, las barbas de espuma que le trenzaba el viento aquí y allí, el pasar de las gentes diminutas por las calles, el circular de los coches y, en las azoteas, el baile enloquecido de la ropa puesta a secar en los tendales… Nos daba la sensación de estar asistiendo a un truco prodigioso.


A oscuras, dieciocho personas rodeando esa pantalla cóncava en la que la ciudad cobraba vida, ya solo faltaba que nos cogiésemos todos de la mano, elevásemos un extraño canto, como un conjuro, y entonces la ciudad sería nuestra y con ella la voluntad de sus gentes. Justo cuando estábamos pensando en esto, la guía que manejaba la cuerda y que nos había ido señalando cada punto de la ciudad hizo una broma: con un pequeño cartón blanco, atrapaba en él a alguna de las personas que, reducidas, ajenas y descuidadas, pasaban por la calle. Se quedaba reflejada durante unos segundos en ese pequeño trozo de cartón, en las manos de la guía. Parecía como si estuviésemos dentro de un cuento oriental. Luego cerró el espejo en lo alto y al encender las luces todo se esfumó. Bajamos las largas escaleras pensando en que, si uno fuese alcalde de esta ciudad, vendría cada tarde hasta esta torre, y me encerraría un buen rato a solas, a contemplar ese prodigio.



Después de esto, subimos a lo más alto de esa torre, a airearnos un poco y a que se nos llevase el viento esos aires de grandeza que nos habían embriagado en aquella cámara oscura. La vista, desde allí, era otro maravilla: las torres de las iglesias y las de las casas de los antiguos comerciantes, que las levantaron para vigilar el tráfico de los barcos que fletaban. A una de estas últimas la conocen en la ciudad con el poético nombre de La Bella Escondida, porque al levantarse en una calle muy estrecha pasa desapercibida y solo se puede contemplar así, desde una azotea, a vista de pájaro.


En Cádiz apenas hay tejados, solo terrazas y azoteas sembradas de antenas de televisión donde la ropa puesta a secar baila con el viento.





Después de comer en la calle Abreu, una calle que comienza muy estrecha y termina como una plaza, y que está llena de placas que prohíben a los chiquillos jugar al balón y algunas otras cosas, volvimos al hotel por donde habíamos comenzado el día, por el Campo del Sur. El viento, más calmado, acariciaba el agua verde.





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