jueves, 28 de abril de 2011

Tres días en Cádiz (III)

Lunes tarde

Como seguía el tiempo huraño y hosco y resultaba impensable darse un baño, dedicamos la tarde a seguir con nuestros paseos, lenta y concienzudamente. Llegamos hasta la Plaza de la Candelaria, donde nació Castelar, que está allí, en estatua de bronce, colocado en el centro de esa plaza, en amistad estrecha con las palomas, que se le suben a los hombros y la cabeza, confianzudas.


Muy cerca, en la calle Obispo Salazar (en esta ciudad, además de almirantes y políticos, debió haber muchos religiosos, predicadores, misioneros y obispos), nos topamos con La Clandestina, un café-librería -o una librería-café, tanto monta- muy acogedor, atendido por dos jóvenes delicadas, étereas como heroínas románticas. Tenían libros escogidos con mucho gusto, que se podían hojear mientras te tomabas una infusión y unas pastas exóticas y exquisitas. Muy recomendable.


Luego estuvimos en una librería de nuevo y otra de viejo, librerías a secas, sin aromáticos cafés ni pastas deliciosas. En ninguna de ellas comparmos nada, lo cual nos llenó de contento y orgullo, por haber sido capaces de embridar ese afán nuestro por los libros. Como alcohólicos que, delante de un bar, pasan de largo.

En un bazar se anunciaban miniaturas y todo tipo de complementos para que uno se montase su propio paso procesional, con su trono, sus velas diminutas, su pequeño palio, su cristo o su dolorosa... "Hobby cofrade", se llamaba...





San Felipi Neri estaba como en camisón, cubierta por unos velos verdes, porque está en obras para el centenario del año próximo. La Plaza de la Catedral, con gradas y con los de Canal Sur preparando las grúas y las cámaras para la retransmisión de las procesiones. Por la calle Sopranis (en Cádiz, además de los nombres habituales, se encuentra uno con nombres como este, cosmopolita o exótico), de nuevo al Campo del Sur, camino de la Playa de la Victoria.


 A la playa de la Victoria nos fuimos huyendo de las procesiones y para ver la puesta de sol. Como paganos. Se había abierto el día y confiábamos en poder ver una atardecer espectacular sobre el Atlántico. Continuaba, eso sí, soplando el levante, furioso y enconado. Querríamos haber ido por la playa, paseando descalzos sobre la arena, pero no fue posible. Ese viento levantaba los granos de arena, los agrupaba y los llevaba de aquí para allá como una sombra blanca. A veces hasta conseguía levantarlos hasta el paseo y arrastrarlos por la carretera, donde culebreaban sobre el asfalto.



Luego, nos sentamos en una banco del paseo marítimo a ver pasar la gente mientras esperábamos la puesta de sol. Triscaban las golondrinas sobre nuestras cabezas, los jóvenes pasaban sobre sus monopatines y hombres y mujeres corrían sudorosos con sus auriculares y cintas en la frente. Se estaba bien allí. Sin embargo, al cabo de un rato comenzamos a sentir un poco de frío. Empezamos a impacientarnos. Recordamos nuestra juventud, cuando gritábamos aquello de "que empiece ya, que el público se va", siempre que tardaban en proyectar la película del domingo en el cine de nuestro pueblo. Como cada tarde, el sol se descolgaba muy lentamente.



Estaba el cielo muy barroco, con unas nubes doradas y artísticas como trono de Semana Santa. No faltaba ya mucho cuando, de pronto, una bruma se alzó  en el horizonte y nos ocultó el sol justo unos minutos antes del espectáculo que nos había llevado hasta allí. ¡Menudo chasco! Quedamos desilusinados cual  costalero sevillano. Para que se nos pasase el disgusto decidimos  irnos a cenar unas tortitas de camarones.

De vuelta, ya noche cerrada y a la altura del cementerio, frente a la calle Cielo (¡qué buen nombre para la tapia de un camposanto!), en la playa vimos bailar algunas luces, como luciérnagas ¿Contrabandistas?, ¿espías?, ¿piratas? Parecía un cuento de Stevenson o una escena de Los contrabandistas de Moonfleet. Pero solo eran pacíficos vecinos en busca de camarones y quisquillas en las charcas que  la bajamar había dejado entre las rocas.







Al fondo, el castillo de San Sebastián nos guiñaba su único ojo cada diez segundos.

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