viernes, 5 de noviembre de 2010

Viaje a Teruel (III y final)

1 de noviembre de 2010

El sábado habíamos dado ya un breve paseo por el centro de la ciudad, y nos pareció muy hermosa y vividera, pero era  noche cerrada y de noche pueden parecer bonitas hasta Albacete y Mieres. En las horas oscuras, solitarias y silenciosas, se puede solicitar la declaración de Patrimonio de la Humanidad para casi cualquier pueblo. La oscuridad, es cosa sabida, tiene el don de embellecer cualquier lugar, y les concede a las ciudades, desde el Romanticismo, encanto y poesía. De manera que este paseo mañanero nos iba a desvelar su verdadera naturaleza. Pues bien, Teruel nos resultó tan hermosa de día como nos lo había parecido de noche.

Dejamos los coches en un parking bajo la Plaza de San Juan, que es una plaza amplia y anchurosa, de edificios sólidos y racionalmente clásicos, y nos acercamos al Paseo Óvalo, del que sale una escalinata muy aparente que termina, ciento ochenta y cinco escalones más abajo, en un pequeño parque de árboles frondosos con las hojas ya maduras, rojizas y doradas. Los escalones no los conté, que nos lo dijo una vecina que pasó por allí y tuvo a bien informarnos de detalle tan exacto.




Compramos el periódico, en ese paseo, en un viejo estanco de maderas oscuras que olía maravillosamente. No hemos fumado jamás, pero el olor de ciertos tabacos, por ejemplo el de pipa, nos han embriagado a menudo con verdadero gusto.

Luego nos acercamos a la Torre del Salvador y, ni cortos ni perezosos, subimos hasta la altura. Aquí ya no puedo decir cuántos escalones conducen hasta la cima, porque ni los conté ni hubo vecino que nos lo dijese. Arriba el viento estaba enfadado y apenas nos dejó ver nada. Siempre es bonito escalar una torre y asomarse a ella para ver la ciudad desde allí, pero esta vez no había quien se acercase a los vanos de las ventanas, así que bajamos enseguida. Esta torre, desde el suelo, es igualmente fabulosa.




Por la calle Ramón y Cajal llegamos, al fin, a la Plaza del Torico. Nos pareció, también, un lugar espléndido. Somos muy partidarios de estas plazas antiguas, con soportales y viejos negocios, con casas levantadas hace dos siglos, llenas de balcones, un poco artríticas ya, ligeramente inclinadas. Muy parecidas todas al viejo con bastón con el que pegamos la hebra a los pies de la columna del Torico, tan pequeño y singular éste que parece como de juguete. Nos contó el hombre algunas cosas de este pueblo, y que la plaza está hueca porque hay unos aljibes medievales debajo, que ahora han recuperado y se pueden visitar. Nos decía todas estas cosas abriendo mucho la boca, casi sin dientes, y mirándonos con esfuerzo detrás de las gruesas lentes de unas gafas pasadas de moda. Un viejo alegre y parlanchín que se ahuecó un poco cuando le contamos lo mucho que nos estaba gustando su pueblo. Nos despedimos con un apretón de manos.







Íbamos a ir luego a ver a los amantes, pero entre conversaciones y callejeos sin rumbo fijo se nos echó el tiempo encima y ya era la hora de partir. Nos quedamos, para resumir, con la Plaza de la Catedral, en la que hay una fuente de dos caños, con dos o tres escaparates de negocios galdosianos y con una casa un poco ebria, con las persianas caídas y la pintura desconchada donde bien habrían podido seguir viviendo, pobretería y suposición, las pobres Miaus. Finalmente,dejar constancia aquí de una o dos pastelerías que son prueba evidente de que en una ciudad como esta se puede vivr muy ricamente.





Y ya volvimos, mientras iba cayendo el sol, por carreteras vacías y pueblos solitarios. Llevábamos la melancolía del fin de fiesta pegada a los talones y soñábamos con regresar a Teruel algún día.


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