martes, 2 de noviembre de 2010

Viaje a Teruel

Sábado 30 de octubre, a la madrugada.

Si, por falta de tiempo, no se puede viajar a pie, que es lo suyo, al menos hay que salir temprano, aún de noche cerrada, como el alma de San Juan. Así abandonamos nuestra casa, en secreto y sin ser notados, dejando sosegada la ciudad, por la que no se veían más almas que las nuestras.

Cuando amaneció casi ni nos dimos cuenta porque salió el día oscuro, triste y muy nuboso. Llovía. El cielo, un gran techo gris-uralita. Pasamos por dos o tres pueblos dormidos y sólo en uno de ellos vimos a un paseante cabizbajo y a un tractor que abandonaba su pequeña cochera.

Luego desembarcamos en una autovía. De las carreteras secundarias se pueden contar muchas cosas y tienen un paisaje, mejor o peor, pero un paisaje. En las autovías, en cambio, es raro ver nada. Se va tan rápido, es tan fugaz el paso, que resulta muy difícil poder ver algo. Son abstractas, modernas y deshumanizadas, y de las ciudades y pueblos que se anuncian en los paneles sólo se ve eso, sus nombres. Nada más. 

Al abandonarla a la altura de Utiel, se puso el viaje más entretenido. Almendros, viñas, casas de labor. También dos o tres coches conducidos por viejos hortelanos camino de sus bancales. Al cabo de media hora la carretera se volvió estrechísima, peligrosa y muy bella. Llevábamos al río Turia a la izquierda y una montaña a la derecha. Y muchísimos árboles en una y otra orilla, pinos, olmos, chopos..., estos últimos con esa elegancia melancólica con la que los viste el otoño. Pasamos Mas de Mudos, Mas de Jacinto y Libros. Y casi sin darnos cuenta, nos pusimos frente a las puertas de la antigua ciudad de Teruel y sus altas torres.




 



Hace unos años, los vecinos de esta provincia, quejosos al sentirse olvidados por las autoridades, organizaron una campaña para hacerse oír que dieron en titular así: "Teruel también existe". Tendrían sus motivos para quejarse de ese modo. Pero uno, en su lugar, lo habría hecho al revés, y habría tratado de convencer al resto del mundo de lo contrario, habría propagado el rumor de que Teruel no existía, de que se trataba de una ilusión, de una quimera, ciudad fantástica, invisible, imaginaria y prodigiosa. Les habría ido mejor. Además, cuando el viajero, al fin, la descubriera, vería que, efectivamente, se trataba de una muy hermosa ciudad, tan bella que parece de mentira, como esas torres tagarinas que le sirven de faro, y las plazas que aparecen a la vuelta de cualquier esquina, y algunos viejos negocios que no se sabe muy bien cómo pueden continuar funcionando. Vimos, además, varias pastelerías, una fuente de dos caños, un caserón desvencijado, y varios bares, ni muchos ni pocos, los justos. Todo esto pienso yo que habla muy bien de las gentes de este lugar.

Nosotros la visitamos, esta primera vez, de noche, y nos pareció muy hermosa.

Continuará...

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