martes, 15 de mayo de 2012

Pedagogías II

Desde que me dedico a la enseñanza cada vez que alguien habla de mejorar la educación lo primero que se menta es la formación de los profesores. Al principio yo pensaba que lo decían por mí, y secretamente les daba la razón, pues siempre he sido un tanto inseguro y desconfiado de mis capacidades. Luego ya me fui dando cuenta de que no, de que era una especie de mantra que los políticos usaban para echarle la culpa a alguien que no fuesen ellos, y que además les permitía organizar unos cursos pedagógicos casi siempre inefables, que le daban tarea a psicopedagogos casi siempre indescriptibles.

Soy, además, del tiempo de la Reforma, y como cualquier profesor de mi quinta tuve que asistir a un buen número de esos cursos y seminarios. De todos ellos, solo recuerdo verdaderamente útiles dos. El resto..., bueno, del resto sería mejor no guardar memoria. Sin embargo, eso no es posible, y aunque son muchos los que hemos olvidado, hay otros cuyo recuerdo viene a asaltarnos de vez en cuando, dándonos un susto...

Fue ya hace más de quince años, en un lejano pueblo de la sierra. El curso era un popurrí pedagógico que trataba de formarnos como ni la carrera ni las oposiciones habían sabido hacer. Una tarde, la ponente, una joven moderna de pelo alborotado y sonrisa segura y confiada, nos dijo que nos iba a enseñar un método estupendo para resolver los conflictos que se puden producir en un aula. Sacó entonces tres sombreros de una bolsa enorme que tenía a sus pies. Uno rojo, uno amarillo y otro azul. Parecían del atrezo de los payasos de la tele. Los colocó sobre la mesa y nos miró muy fijamente.

-Bien-comenzó a explicarse-, esto son tres sombreros-y guardó un silencio largo y significativo.

En estos  cursos casi siempre nos trataban así, como si fuésemos todos idiotas.

-Como veréis, son, cada uno de ellos, de un color diferente: uno rojo -lo levantó e hizo ademán de colocárselo-, otro amarillo -repitió el gesto- y este último azul -volvió a hacer el mismo ademán.

Comenzamos a movernos en la silla con inquietud.

-Cada color representa un modo de enfrentarse a un conflicto, una actitud. El rojo sería la actitud colérica, autoritaria y represiva; el amarillo la fría, distante y burocrática; finalmente, el azul representa el temperamento cálido, entrañable, dialogante y creativo.

Y paso a ponernos un ejemplo: si un alumno llega tarde a clase todos los días -como el alumno ultra del Oviedo de La bufanda-, para arreglarlo podemos enfrentarnos a él, gritarle, acogotarle, amenazarle, es decir, ponernos el sombrero rojo (se lo encasquetó); o bien no hacerle caso, apuntar su falta en el cuaderno y, al llegar al número de retrasos estipulado por el reglamento de régimen interno, sancionarlo con la expulsión, que sería tocarnos con el amarillo (eso hizo ella). Ninguna de esas respuestas era la correcta, nos explicó. Lo acertado era colocarse el sombrero azul, hablar con él, pasarle la mano por el hombro, darle ánimos, alentarle y, si era posible, aprovechar esos retrasos para hacer algo creativo, didáctico y pedagógico (y concluyó su ejemplificación cubriéndose con aquel muy coquetamente ladeado).

Como era costumbre que esta clase de ponencias durasen toda la santa tarde, para ir restando minutos la muchacha aquella nos puso inmediatamente a trabajar, nos agrupó por parejas y nos pidió que imaginásemos un conflicto, el que nos pareciese, y pusiésemos por escrito cómo se resolvería con el sombrero rojo, con el amarillo y con el azul. Veríamos así, tan cromáticamente, cuál era el mejor modo de solucionar los problemas, y quedaríamos convencidos y seríamos después, sin lugar a dudas, unos docentes mucho mejor formados.

A mí me tocó formar pareja con J. un profesor de inglés muy nervioso que nunca conducía a menos de 140 por hora y se pasaba el día pensando cómo gastarle una broma pesada a cualquiera. Yo me llevaba muy bien con él porque nunca me monté en su coche y, no sé cómo, me salvé de aquella obsesión suya por embromar a todo el mundo. No tardamos ni un segundo en ponernos de acuerdo. Fuimos los primeros en terminar nuestro informe. La ponente nos miró agradecida por tanta diligencia y, cuando al fin concluyó el resto de parejas, nos animó a leer nuestra propuesta.

El conflicto que habíamos elegido era muy sencillo y verosímil: un alumno, en mitad de un clase, se tira un pedo tan sonoro y tronante que sería inútil hacerse el sordo.

La ponente nos miró un tanto asombrada, pero no dijo nada.

Con los sombreros rojo y amarillo no nos extendimos demasiado, pues poco había que decir: le llamaríamos gorrino, guarro, marrano, cerdaco, lo zarandearíamos y lo sacaríamos de clase, coléricos y terribles, y le pondríamos un parte gravísimo... Efectivamente, entendíamos que esas no eran maneras. Así que  donde nos explayamos fue bajo el sombrero azul: después de haberle preguntado si tenía algún problema intestinal que le impedía controlarse como la buena educación exige, habíamos detallado un buen número de actividades, todas de enorme creatividad: un concurso de pedos, con varias categorías, como en igual que en los oscar de Hollywood: el más largo, el más agudo, el más grave...; una antología en la que distinguiesen los diferentes modos de peer que se conocen: pedos pamplona, pedos yonofuiiiii, pedos valladolid..., etc. A medida que leíamos todo esto, aquella mujer iba palideciendo y la sonrisa que le había iluminado la cara toda la tarde se le había vuelto un raro rictus... Cuando llegamos a la parte en la que proponíamos animar a los alumnos a articular alguna palabra (sustantivo, verbo, adjetivo o adverbio, eso nos daba igual) con un pedo, se levantó aquella mujer, recogió sus sombreros y se fue.

Al cabo de unas semanas, nos llegaron los créditos que certificaban nuestro aprovechamiento y nos declaraban aptos.









2 comentarios:

  1. ¡Ja, ja, ja, ja! Cuánto daño han hecho los cursos del CEP o CPR o HIJK, salvo muy honrosas excepciones muy excepcionales. Pues fíjate, aún los vamos a echar de menos, porque si antes nos malformaban y nos creían imbéciles, como muy bien intuisteis J. y tú, ahora nos van a deformar a base de insultos sibilinos, descuentos pecuniarios y dianas bordeando nuestras cabezas, y encima no nos va a quedar tiempo ni para juntarnos a llorar. No sé si me ejplico.

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  2. Qué razón llevar, compañera, qué razón...

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