lunes, 16 de mayo de 2011

La chaqueta del muerto

Hace un par de años me compré una chaqueta. Tengo dos. Una es para las bodas y bautizos y esta otra, más informal, para salir por ahí, ir al trabajo o darse un paseo. Sin embargo, al poco tiempo, A., cada vez que me la ponía me miraba con reproche. Al principio no decía nada, pero luego ya se sinceró. Según ella, nos habíamos equivocada al comprarla, era de una talla demasiado grande, y me sentaba como un tiro. "Parece la chaqueta de un muerto", concluyó. Esto, aunque uno no suele ser supersticioso, debo decir que me afectó. Aunque no acostumbro a mirarme en los espejos, las dos o tres ocasiones en las que volví a utilizarla después de aquella contundente declaración, me ponía, en el mayor de los secretos, delante de uno cualquiera, y contemplaba cómo me sentaba por ver si el muerto era yo o veía, detras de mí, a un fantasma. La verdad es que yo no apreciaba nada raro, pero A. insitía. De manera que dejé de usarla y  la pobre chaqueta se quedó arrinconada en lo más profundo del armario,  olvidada allí como si hubiese cometido un pecado, como si algo siniestro estuviese relacionado con ella.

Hasta el otro día, que sin saber muy bien qué ponerme en estos días inciertos de la primavera, fríos a unas horas y calurosos a otras, la descubrí en la última percha y, sin dudarlo, decidí rehabilitarla. Me la puse y, sin pararme ante ningún espejo, me fui a la calle con ella. Se la notaba muy contenta, de nuevo oreándose  por ahí. Cuando A. me vio no la reconocía.  "¿Y esa chaqueta", ¿de dónde la has sacado?", me preguntó sorprendida.

"Es la del muerto", le contesté.
"No puede ser, si te está muy bien. Ves, como has engordado, ahora sí que te sirve", me explicó.

Yo no tengo conciencia de haber engordado ni un gramo, pero el caso es que se han disipado al fin las sombras y las murrias que A. le había echado encima a esa pobre prenda, y ya puedo volver a ponérmela sin miedo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario