lunes, 23 de mayo de 2011

Planeta Benidorm

Me había jurado a mí mismo no poner jamás los pies en esa ciudad. Fue un pensamiento que me asaltó un verano que pasamos a su lado y la contemplamos espantados desde el coche. Si hubiese estado bajo una cúpula de cristal y se viesen volar extrañas naves espaciales entre los rascacielos incontables, no me hubiese extrañado nada. Aquella visión me dejó anonadado, un poco mareado, miedo me dio.



Sin embargo, esa clase de  promesas siempre resultan bien estúpidas, y lo mejor que se puede hacer con ellas es romperlas, incumplirlas de un modo contundente. Así que cuando los amigos nos propusieron un fin de semana en ese lugar, dijimos que vale, que sí. Y allí nos fuimos.

Los amigos son también los padres de los amigos que P. tiene desde los primeros años de la guarderia. El plan era pasar el sábado en Terra Mítica y luego, el domingo, a la playa, para volver después de la comida y llegar a tiempo de votar.

Y como a veces tenemos pujos de novelistas modernos, vamos a empezar por el final:

Llegamos a votar media hora antes de que cerrasen los colegios. Había un gran ambiente. La mayoría eran abuelos muy estropeados a los que sus hijos llevaban en sillas de ruedas o en sus mismos brazos, para que pudiesen ejercer su derecho antes de morirse. Se notaba que a las generales del año que vienen ya no van a llegar. Alguno no debía saber muy bien por qué lo habían sacado de su casa, y marchaba, del brazo de sus hijos, gruñendo y protestando, y se trataba de soltar y dar la vuelta, pero lo volvían a dirigir muy pacientemente... En esas estampas ya se veía claro, como en las encuestas, quién iba a ganar.


El viaje de vuelta fue muy bonito, con los campos preciosos, muy verdes y cuajados de amapolas. Los carteles nombraban pueblos de exóticos nombres: Sax, Bier, Tibi, Ibi... Parecía como si viajásemos por el extranjero.

A la ida, como iba conduciendo A., los fui apuntando en una libreta y diciéndolos en voz alta, haciéndoselos notar a P. "Esas son las pequeñas cosas sin importancia que luego pones en el blog, ¿a qué sí?", me dijo. Me quedé mudo.

Cuando llegamos a Benidorm, mientras buscábamos el hotel entre el bosque de rascacielos, pensamos un poco en los arquitectos que han levantado esa ciudad. Se pueden dividir en dos categorías: los pragmáticos y los fantasistas o futuristas. Los primeros, a lo que se ve muy numerosos, han levantado unos bloques sobrios, un poco tristes, de un color pardusco monótono y sin gracia; los segundos han dejado volar la imaginación y han conseguido edificios inefables, mezclando Nueva York y Carabanchel...


El hotel resultó impactante. La entrada recordaba mucho al palacio que Sadam Hussein tenía en Bagdad antes de que los americanos lo desalojasen: mármoles, columnas, una cúpula celeste... Algunos clientes lo grababan en vídeo.



Nos hicieron pagar antes incluso de enseñarnos la habitación. Luego entendimos la razón. Camino del décimo piso, donde nos alojaron, cada vez que el ascensor se detenía en una planta, al abrirse las puertas de éste nos encontrábamos con unos señores que nos miraban con una sonrisa beatífica y un gran vaso de cerveza en las manos. Nos miraban fijamente mientras se balanceaban a izquierda y derecha como si estuviesen siguiendo el ritmo de una melodía que solo sonaba en sus cabezas, pero no daban un paso, caballeros del punto fijo frente a nosotros. Hasta que se cerraban las puertas y el ascensor continuaba su viaje. Así en cada piso. Pues bien, en ese estado, lo normal es que se caigan por el balcón o por el hueco del ascensor, cada día, media docena de estos señores sonrientes, y si no les han cobrado antes, a ver cómo lo hacen después...



Los chiquillos, ajenos a todo esto, se bañaron en la piscina, jugaron un partido de fútbol y, después de cenar, se enfrascaron en los futbolines y los billares. Nos subimos a la habitación a medianoche. Ya no había ningún borracho en los pasillos. Antes de acostarnos estuvimos un rato en el balcón. Como todos los lugares, la noche lo hermoseaba todo y, fantaseando un poco, parecía que estuviésemos en Tokio. ¿Qué será de esta ciudad?, pensamos. ¿Seguirán construyendo rascacielos?  Seguramente un dios vendrá, y castigará toda esta locura con un gran cataclismo que derribará estos edificios delirantes, los convertirá en escombros y hará  de todo esto un erial...



Continuará





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