lunes, 2 de mayo de 2011

Semana Santa en Úbeda

Miércoles Santo

Después de cenar bajamos hasta la Plaza del Reloj. Olía la calle a dulce de membrillo y a leña quemada. Íbamos a ver la Santa Cena porque P. se ha hecho muy aficionado a estas procesiones. Cuando era pequeño, teníamos que andar esquivando estas manifestaciones porque le daba miedo el sonido de los tambores y las trompetas. Yo lo agradecía mucho porque a mí los que me causaban gran temor eran esas gentes encapuchadas que caminaban  en fila, balanceándose y en silencio. Pero ahora, fíjate cómo mudan las cosas, le ha entrado una afición desmesurada y pretende salir a contemplar todas las cofradías que pueda...

Nos colacamos en el codo de calle que conduce al Real, allí donde el pueblo cambia de rostro y se vuelve hermoso y antiguo. Aguntamos en esa esquina a pie firme, azotados por el aire helado, entre la gente bulliciosa, zapateando sobre los adoquines para no morirnos del frío.




Mientras estábamos en esta espera, el tío P. me contó una costumbre de su cofradía, el Resucitado, que le tiene muy apesadumbrado. Al parecer, cuando uno se hace socio, se le asigna un número, que va variando a medida que se mueren los miembros. De este modo, al correr de los años, cada vez tiene un número más bajo. "Ya tengo el 39, y, cada vez que lo pienso, me pongo negro". Ese número le provoca pensamientos muy sombríos. Ya  ni siquiera sale en su procesión. Se le han quitado las ganas.




Antes de que lleguen los primeros penitentes, pasan los carrillos que venden globos, juguetes de plástico y bolsas de pipas. Luego se escuchan, cada vez más próximos, los tambores y las trompetas. Aún tardan veinte minutos en aparecer los primeros encapuchados, de blanco, con un manto granate cruzado sobre el pecho. Caminan con un leve balanceo, extraños los ojos tras las rendijas de los capirotes, las manos casi todas muy morenas y ásperas, unos pocos con los pies descalzos. Dos o tres se mueven incansables entre las filas y van dando lumbre a las velas y hachones que el viento apaga. Por fin llega el trono. Es una galería de retratos. Al parecer, el imaginero tomó como modelos a algunos de los vecinos del pueblo, que todos los años se veían allí como en un espejo, tan solo ligeramente modificados sus rostros por las barabas apostólicas. Judas, que está en ademán de abandonar la mesa antes de que la cena concluya, con prisa, aire clandestino y una bolsa de monedas disimulada en su mano izquierda, tiene la misma cara que un sastre que se enemistó con el artista escultor, a cuenta de unas facturas que este último no acababa de pagarle. Esto del sastre y el escultor está contado por Muñoz Molina en su novela Sefarad, pero no se trata de una creación novelesca, y me asegura mi cuñada J. que es historia verdadera y cierta.



Al subir al fin de vuelta, cerca de casa la gente esperaba agolpada a ambos lados de la calle, aguardando el paso de otra procesión. Me cuenta J. que se trata de una nueva cofradía, de muy reciente creación, y que por eso se ve obligada a echar mano de costaleros mercenarios para poder sacar su trono a la calle. Ea.

No hay comentarios:

Publicar un comentario