lunes, 9 de mayo de 2011

Mercado medieval

En otros pueblos más antiguos, que conserven su casco histórico, calles empedradas de guijarros y antiguas casonas blasonadas, esta clase de mercados deben resultar tan falsos que darán un poco de risa. Pero aquí, que es casi todo muy nuevo y muy feo, agradece uno que vengan estas ferias y nos traigan sus estandartes de colores, los tenderetes perfumados, las aves de cetrería y una música acordada de alboques y dulzainas. Aquí ya se sabe desde un principio que todo es entretenimiento para el pueblo y nada más, y no hay sospecha alguna de que a alguien -un concejal, un alcalde- se le haya pasado por la cabeza recrear tiempos pasados. Nos acerca lo que nos gusta, disfrazado de medieval.


Por ello, si uno fuese sociólogo, paseando entre los diversos puestos podría traer aquí un catálogo acabado de los afanes de  las gentes de este siglo, qué es aquello que de verdad nos mueve. Lo primero de todo, la comida, de la que se ofrecían innumerables variedades en una docena de tiendas; después los cachivaches, los adornos y espejuelos, que ocupaban también un gran número de mesas; y los perfumes y las hierbas, cada una curandera de una o varias dolencias; y jabones, lámparas, aceites...


Había asimismo, en algunas esquinas, artífices y artesanos que trabajaban a la vista de todos: escardadores, hilanderos, canteros, herreros, forjadores, hojalateros, encuadernadores, alfareros, cesteros, esparteros, cereros... Uno enseñaba un enorme alambique donde destilaba unos aceites salutíferos y balsámicos.


Un puesto, de los más largos, estaba bautizado con el nombre de Cumbres Verdes, y era un herbolario con todo tipo de floritos, cada uno de los cuales aliviaba un mal, según rezaba en unos cartones explicativos, escritos con una letra igualmente florida: abango contra la tos y el dolor de garganta, ajonjolí para los huesos y los dientes, zaragotana para los estreñimientos crónicos y las hemorroides, ulmaria para prevenir la retención de líquidos, pasiflora para el buen dormir, albahaca para los problemas digestivos, azahar para los nervios, lino para la piel y el estreñimiento, zarzaparrilla para el colesterol, etc., etc., etc.


También se podían contemplar algunos animales, ocas, gansos y patos, y para pasear a los niños, unos tristísimos borricos y dos o tres caballos tan altos que los infantes a los que sus padres alzaban en ellos componían todos unas caras de gran susto. Y buitres, halcones y una lechuza con el empaque de un académico.


Estaba todo llenísimo de gente, que se paseaba  feliz de tener tanta entretenta, y a la que no le importaban los empellones y apreturas.

Finalmente, lo único verdaderamente medieval que había allí eran los panes, redondos y enormes como rueda de carro; y unos quesos descomunales y albos como la piel de las damas de antaño que cantó Villon; y empanadas catedralicias; y carnes de todo tipo: tripas, costillas y embutidos que asaban en unas parrillas descomunales y levantaban al cielo un humo cuajado de grasa...


De vez en cuando, aparecía un juglar que tañía una zamfoña, o un saltimbanqui deshuesado, o un tiritero, que levantaban su pequeño espectáculo en un rincón, recibían el aplauso de las gentes y se iban por donde habían llegado...




En otro rincón estaban levantadas unas jaimas, donde servían cafés arábigos y dulces de Las mil y una noches. Le habían puesto, no obstante, un nombre desafortunado: Café Argana, como el que hace una semana han reventado los terroristas en Marrakech. No entramos.

Luego, cuando nos íbamos a marchar, se desató una tormenta igualmente medieval, un aguacero violento con una aparatosa orquestación de rayos y truenos. Salimos todos en desbandada. Como si nos hubiésemos visto sorprendidos por un temible ejército que asaltase la ciudad. Los truenos, tan huecos y profundos, imitaban el sonido de unos tambores de guerra.

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