miércoles, 4 de mayo de 2011

Semana Santa en Úbeda (III)

Viernes Santo

Bajamos a casa de las titas. Las titas lo son de nuestra cuñada J., pero todo el mundo las conoce de este modo. J. A. las ha sacado mucho en sus cortos, como protagonistas principales, y han demostrado siempre, en esos trances, una gran profesionalidad, sin quejársele ni una vez por las repeticiones, sin ponerle nunca reparo alguno a todo lo que les pedía que hiciesen. Viven en una casa muy grande, de pasillos profundos y decenas de habitaciones, que da a la calle Mesones, casi enfrente de San Isidoro, y como por allí pasan todas las procesiones, en estos días se les llena el balcón de familiares, amigos y conocidos, que se suben a él a ver el espectáculo. Ayer por la tarde ya lo llevaron allí a P. sus tíos, con los que se pasa el día en la calle, a ver a los romanos, y hoy, aunque amenaza lluvia, nos hemos venido todos.


Desde el balcón, se distrae uno viendo a los de las terrazas y ventanas de los edificios de enfrente y, al verlos tan repletos, acabamos pensando que lo más probable es que, antes de que lleguen al fin los carrillos y los primeros penitentes, se van a desplomar, por el peso, estos miradores, arrastrándonos a todos al vacío y aplastando a los que aguardan debajo...
Pero no pasa nada, y la procesión por fin llega. Como la calle es muy estrecha, si alargásemos el brazo podríamos tocar las imágenes, que cruzan a nuestro altura, patéticas, impresionantes...


Cuando ya nos íbamos, rompió a llover. Como nadie llevaba, se les solicitaron a las titas algunos paraguas. Si les hubiésemos pedido de comer se habrían mostrados felicísimas y, llenas de contento, nos habrían sacado todo tipo de viandas: hornazos, ochíos, alcaciles, andrajos... Ahora, lo de los paraguas no les gustó nada.

- Ya os llevasteis ayer un par de ellos -recordaron.

Al final, sus sobrinas las convencieron y abrieron un armario empotrado del pasillo. Aparecieron, dentro, una docena de paraguas, alineados como fusiles. Algunos aún llevaban colgadas las etiquetas, nuevos a estrenar. Eligieron tres y nos los alargaron. Cuando, ya en la calle, los abrimos, emitieron un quejído tan doliente que algunas gentes se dieron la vuelta, pensando seguramente que alguno de nosotros se iba a arrancar con una saeta. Tenían los tres las varillas oxidadas y artríticas, y algunas vías de aguas en las telas, pero nos sirvieron bastante bien. Supongo que si las titas eligieron esos ejemplares desahuciados fue porque no tenían muchas esperanzas de volverlos a ver.


A la tarde, como llovía sin parar, P. se dedicó a pasearse por el pasillo, arriba y abajo, con un tambor colgado al cuello y practicando redobles y filigranas como penitente en procesión. Una alegría.

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