jueves, 8 de septiembre de 2011

Ardisana (III)

Breve travesía en el barco de vela de un amigo de mi hermano… Se llama “El Tamborilero” -el barco, no el amigo-. Como si fuese un toro… Había marejadilla, y como llevábamos un buen número de tiernos infantes entre la tripulación, el paseo tuvo que ser breve.



En cuanto dejamos atrás el abrigo de la escollera del puerto, comenzó el velero a brincar como un potro y los grumetes a palidecer... Llevaba uno a Stevenson y Conrad en el pensamiento y la espuma que nos saltaba en la cara nos hacía fantasear y casi nos creíamos ya unos viejos lobos de mar…






Pero no se pudo soltar el trapo y, al poco, cuando el barco comenzó a cabecear con mayor fuerza, nos dimos la vuelta…





En Ardisana, como en la canción de Víctor Manuel “hay una ermita en el monte que todas las tardes  ( y algunas mañanas) escucho tocar…” Son sus campanadas muy suaves y dulces, igual que nuestra vida aquí…

La casona vecina a la nuestra la conocen en el pueblo como “La Bolera”. Lo hemos sabido por una postal, enviada desde Mallorca, que encontramos la tarde anterior, a la vuelta de Gijón, debajo de nuestra puerta… El cartero, seguramente interino, se había equivocado. Y es que para conocer las intrincadas direcciones de las caleyas de estos pueblos se requiere tiempo, experiencia y largas conversaciones con los parroquianos en el chigre...


Día feliz y, casi por primera vez desde que llegamos, despejado, limpio y lleno de sol… En la playa, combate infantil contra las olas (cada vez que me enfrento a ellas, numerosas, volubles e interminables, doy en pensar que son estas, bajo su semejanza, tan variadas como el género humano... Y, claro, siempre llega alguna que, al encontrarme así, sumido en tan profunda reflexión, acaba por tirarme...); luego comimos en lo alto del pueblo de Porrúa, en una sidrería que llaman La Peña del Cura. Desde allí se puede divisar el mar mientras comes. Estaban, en ese chigre, todos muy contentos, por el día tan espléndido que había salido, tanto que hasta habían dibujado un sol en la pizarra donde anuncian el menú del día y, al final, tras el “agua, casera o vino” de rigor, este desahogo: “Día de sol ya es hora”…




A la vuelta A. me preguntó qué podía ponerle a su compañero X., que se iba a casar esa tarde. “Tú escribes, así que algo se te tiene que ocurrir”, aseguró con firmeza.
Pues no sé, qué pase un día estupendo y todo les vaya muy bien”, le contesté mientras conducía lentísimo entre altos árboles, en plena digestión.
Eso es muy soso”, rechazó A.
El amigo de A. es escritor. Así que probé:

No sé, ponle que hoy va a escribir la mejor página de su vida, o de su obra, o que empieza hoy su mejor libro… Una cosa así seguro que le emociona…” A. me miró con reprobación y continuó apremiándome: “Piensa en el día que nos casamos nosotros…”
Aquello estaba ya tomando un cariz -íbamos a la altura de Quintana- preocupante. Menos mal que estábamos escuchando a Sabina y cantaba este en ese mismo instante eso de “que todas las noches sean noches de boda, que todas las lunas sean lunas de miel…
“¡Ahí lo tienes! -grité-, ponle eso, ponle eso”-propuse. Y así fue como -andábamos ya por Posada-, la aplaqué y pudimos seguir conduciendo, entre altos árboles y muy lentamente, hasta la casa…

Hay aquí un pueblo que se llama El Allende y está colgado en la montaña… Sería hermoso vivir en él. "¿Dónde vivís?"- nos preguntarían, y responderíamos, orgullosos: "En El Allende, muy lejos, en lo más alto de la montaña..." Y se creería la gente que llevaríamos allí una vida interesantísima, espiritual y ermitaña...



Volvíamos del supermercado. En la radio del coche sonaba Luz Casal: “Vengo del Norte”, clamaba con su voz poderosa. “Hacia el Norte me iré cuando sienta que ya va llegando la hora…, de vuelta al mismo maaaaaar…” Y me emocioné casi hasta las lágrimas, curva va, curva viene, trascendente y sentimental con el maletero del coche lleno de cartones de leche, pimientos, pan y macarrones…

Paseo por el pueblo. Las vistas sobre el valle son espectaculares, operísticas e íntimas al mismo tiempo… A la entrada hay un bar de inspirado nombre. “Contamos contigo”. Que no lo duden...

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