A los partidos de P. de los viernes llegamos siempre media hora antes, por mandato de su entrenador, para que vayan calentando un poco y practiquen las entradas a canasta y los tiros. Mientras hacen eso, yo me entretengo en contemplar los partidos que han empezado una hora antes y que están a punto de terminar. Los viernes por la tarde, en Albacete se juega al baloncesto a destajo, desde las cuatro hasta las nueve, un partido tras otro. Pues bien, el viernes pasado quedé con la boca abierta. Ya me habían hablado de ellos, pero no había tenido la oportunidad de verlos con mis propios ojos. Por fin pude asistir a un partido del equipo de las Seiscientas, que es un barrio que hay aquí y que sacaron una vez en Callejeros, ya saben, un reportaje de drogas, miseria y Camarón.
Eran casi todos muy bajitos, muy morenos, muy delgados. Pero la mirada de la mayoría era de ave rapaz. Se movían como lagartijas, ágiles, vivos, eléctricos. Y luchaban por cada balón como si en ello les fuese la vida. Eran solo seis jugadores, los cinco de la cancha y una chiquilla menuda en el banquillo, donde el entrenador, un patriarca gordo y melancólico, seguía el juego con una calma filosófica y escéptica. No me fijé si ganaron o perdieron, pero la energía y determinación con la que jugaban resultaban fabulosas y admirables. Se veía que eran jugadores llegados directamente del potrero, espabiladísimos, atentísimos, despiertísimos, al cabo de la calle, callejeros, que saben desde hace tiempo el modo de buscarse la vida y los balones... Mientras los veía admirado, luchaba por no pensar en lo que será el día que se enfrenten a P. y a sus compañeros...
No hay comentarios:
Publicar un comentario