lunes, 16 de enero de 2012

Mercurio

El día de Navidad, después de la comida, mi sobrino R., de dos años, apareció en el salón con el termómetro que mi padre guarda en su mesilla de noche. Se plantó en mitad del salón y, con aviesa sonrisa, mientras todos le gritábamos que noooooo, lo estrelló contra el suelo.

Lo que sucedió después fue más o menos como esas cosas que hacen en El Hormiguero, esos experimentos que tratan de demostrar lo divertida que puede ser la ciencia. Mi hermano y yo, de rodillas por el suelo, recogiendo las bolitas de mercurio sin tocarlas, con unos folios muy finos. Iban y venían, se juntaban, se mezclaban, resbalaban y volvían a multiplicarse... Así un buen cuarto de hora, hasta que al fin las conseguimos agrupar a todas en una única esfera, brillante y gris como una bola de pinball. Antes, en otros tiempos, los chiquillos jugaban con ellas sin miedo ni preocupación, y las tocaban, se las pasaban de una mano a otra, contemplaban su prodigiosa manera de dividirse y transformarse. Pero ahora estamos todos muy informados.

Mi sobrino R. es un niño con muchas ideas y un raro sentido del humor. Es, también, muy curioso, y le gusta abrir todos los cajones y puertas, y explorar cada rincón de su casa y de la de sus abuelos. Una tarde se hizo con una sartén y, muerto de risa, intentó darle con ella a su hermano G. Y estas navidades, en un bar, también con una sonrisa de oreja a oreja, le lanzó un servilletero. Afortunadamente, erró el lanzamiento.

Mi hermano fue un chiquillo algo travieso, pero yo no recuerdo que tratase de hacer jamás nada parecido. De manera que nos preguntamos a quién habrá salido, mientras le echamos una mirada de soslayo a nuestra cuñada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario