miércoles, 16 de febrero de 2011

Lecciones paternas

El sábado, después de irnos a comer por ahí con los amigos y volver a casa a las ocho de la tarde, un poco sin saber qué hacer, nos pusimos P. y yo a ver el partido entre el Sporting y el Barcelona. A mí me gusta mucho el fútbol. P. dice que a él también, pero por lo que tengo observado, lo sigue de un modo más foclórico. Admira a Messi, a Iniesta o a Xavi como si fuesen héroes de dibujos animados, y si me obliga a comprarle el Marca tres veces a la semana no es para leerlo sino para hacerse con unas botas en miniatura que ese periódico vende, pequeñas botas de esos jugadores admirables que P. usa luego como juguetes. Por eso él habría preferido seguir por ahí con sus amigos y continuar con sus juegos. Sin embargo, como  eso no fue posible, decidió sentarse a mi lado y seguir ese partido como si en él le fuese la vida, comentando cada jugada, animando a los suyos, jaleándolos como si le pudiesen escuchar.


Por mi parte, yo habría preferido también hacer otra cosa porque pensaba que lo que se nos avecinaba a los seguidores del Gijón era una derrota inapelable y por un considerable número de goles. Asistir a semejante descalabro me apetecía poco. Sin embargo, debilitado después de haber pasado todo el día fuera de casa, con desgana y sin entusiasmo, me senté a su lado al tiempo que exhalaba un largo suspiro. P. se las prometía  muy felices; yo me resignaba ante lo inevitable.
Pero sucedió que las cosas comenzaron a desarrollarse de un modo muy diferente al esperado. Pasaban los minutos y el Barça no parecía el Barça, mientras el Sporting, aunque seguía, como siempre, sin parecer gran cosa, se mostraba como un equipo serio, firme y respondón. Incluso, todavía no me explicó cómo, consiguió colar un gol. Un gol estupendo y bien hermoso. Me pilló en el baño y lo tuve que ver en la repetición



P. se quedó de piedra. Yo le animé:

-No te preocupes, hijo mío. Esto no va a durar mucho. Ahora, se pondrán manos a la obra y nos meterán cinco, que es lo que acostumbran a hacer con todo el mundo. Esto que acaba de pasar se llama el gol del honor.

Sin embargo, llegó el descanso y todo continuaba igual. Comenzó la segunda parte, y aunque el Barcelona apretaba y tenía a los once jugadores gijoneses metidos en su área, nada, que no era capaz de meter ni un solo gol. Esto ensombrecía a P., que se angustiaba y me preguntaba cada dos segundos cuánto tiempo faltaba para que el partido terminase:

-Dos segundos menos que antes- le respondía yo, que comenzaba a sentir un dulce cosquilleo en el estómago y a fantasear con una victoria que tan quimérica nos parecía al comienzo. Sin embargo, veía tan angustiado a P., que me esforcé en calmarlo:

-Hijo, ya verás que no solo empatarán, sino que acabarán ganando el partido. Son demasiado buenos para nosotros -ese "nosotros" tan ridículo que los aficionadaos al fútbol empleamos algunas veces-. Además, el fútbol es para pasarlo bien. Si no se gana un día ya se ganará otro. Es una enorme tontería pasarlo mal por culpa de un partido. Si se gana, fenomenal; y si no, pues nada, no pasa nada. Hay que estar alegres todo el tiempo que podamos, y un juego no te puede quitar ni un segundo de esa alegría.


Le dije una par de cosas más, todas de la misma naturaleza, y seguí contemplando el partido, cada vez más ilusionado.

Solo faltaban diez minutos para el final.  P. sufría y yo me mordía las uñas. También me había levantado un par de veces y había ido de nuevo al baño, por ver si se repetía lo del comienzo y conseguía el Sporting otro gol. Pero el que marcó fue Villa. Empate. Maldije lo que me pareció la torpeza del portero, que había hecho, hasta ese momento fatal, un partido sobresaliente.



Y me ensombrecí como antes lo había estado P., que ahora sí era la viva imagen de la alegría.

- Papá, no te pongas triste. ¿ No me decías tú que no merece la pena ponerse así por culpa del fútbol?
-Claro, hijo, claro- contesté.

Y desde mi alma marchita, logré dibujar una mustia sonrisa.

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