martes, 4 de enero de 2011

Crónica del Norte (III)

Nochebuena

Justo antes de la cena, llegó mi hermano, a hacer un intercambio de paquetes para que los chiquillos recibiesen a la mañana siguiente sus regalos de Papá Noel. Teníamos los coches aparcados frente al campo de fútbol, probablemente el lugar más sombrío de este pueblo nuestro. Era ya de noche. Llovía. Ni un alma por la calle. Con las puertas de los maleteros abiertas, trajinando con unos bultos considerables, parecíamos  una escena de Los Soprano.

Luego, la cena se deslizaba dulce y feliz hasta que llegamos a los postres y todo se volvió bastante melancólico. La cosa comenzó con los mazapanes, que mi madre presentó en la mesa dentro de una bolsa de plástico. Sin solemnidades. Recordamos entonces a don Antonio, el que fuera tantos años cura de ABLAÑA. Si John Ford lo hubiese conocido, lo habría sacado en cada una de sus películas, al lado de esos maravillosos secundarios suyos. Porque don Antonio acostumbraba también, al llegar el momento de la comunión, a sacar las ostias de una bolsa de plástico, generalmente del economato de Hunosa. Y de ahí ya fueron saliendo otras memorias suyas, como cuando el Domingo de Ramos salía en la procesión con un caldero de fregar rebosante de agua, y cargaba el hisopo en él y ponía pingando a todo el personal, que como ya lo sabía de todos los años, esperábamos la rociada bendita  con una mezcla de excitación y alegría, como cuando de críos nos subíamos al tren de la bruja. Recordamos su clara vocación didáctica, y cómo acostumbraba a trufar sus sermones de preguntas que no tenían nada de retóricas, pues se las dirigía a la feligresía del mismo modo que el maestro a sus discípulos, guardando silencio una vez planteada su cuestión y dejando un tiempo para que reflexionásemos y encontrásemos la respuesta correcta.  Una vez, formuló, con esa voz suya tan característica, un punto nasal, y su particular entonación, alargando mucho las vocales, la siguiente pregunta: “Porque, a ver… ¿quién manda aquí?” Estaba hablando el hombre de cosas del espíritu, como es natural, y la respuesta que quería escuchar era que quien mandaba en todas las cosas de este mundo no era otro que Nuestro Señor Dios Todopoderoso. Pero una feligresa, más atenta seguramente a las cosas terrenas, no dudó ni un instante y contestó como un rayo, con voz firme y clara: “¡Franco! Aquí manda Franco”. Se hizo un silencio hondo en la iglesia. Pero don Antonio ni se inmutó y, como si no hubiese escuchado nada, dio él mismo la respuesta correcta y continuó con la ceremonia como si tal cosa.

La última vez que asistimos a una misa suya fue en el pueblo de BAÍÑA. Habíamos ido a acompañar a mi madre a que tocase el armonio, que celebraban a San Bartolomé, y al terminar nos pidió a los asistentes que nos quedásemos un poco que tenía que decirnos una cosa. Y entonces nos felicitó… por nuestro buen comportamiento, porque había notado él que habíamos seguido toda la ceremonia con mucha atención y recogimiento, y que así era como tenía que ser, que desgraciadamente ya no era frecuente encontrase a los fieles de ese modo, sino un poco distraídos y cuchicheadores… “Así que muchas gracias, os habéis portado muy bien. Podéis ir en paz”.

Y de un cura, pasamos a otro, el que tenía a su cargo la parroquia donde mi madre toca el armonio. Lo han trasladado. Al parecer, bebía más de la cuenta y, más de una, vez se presentó a celebrar con una alegría excesiva. Protestaron al arzobispado las fuerzas vivas, y se lo han llevado a otro sitio. “Pobre”, dice mi madre. “¡Era más bueno! Pero, claro, tenía esa falta”.
Y se acordó entonces mi padre de un tercero, don Jesús, el “Negus”, que lo llamaban así porque era muy moreno, y estuvo en Ablaña años antes de don Antonio. Había sido capellán en la Legión y mostraba también una gran amistad con el vino. No era raro que apareciese bien cargado a las misas, pero a nadie se le ocurrió entonces denunciarlo ni quejarse. A veces, al entrar en la iglesia y ver a tanta gente mayor, se dirigía a ellos con ferocidad: “Trastos viejos al rincón”, les rugía. “A mí, como a nuestro Señor Jesús, que se me acerquen los niños, la gente joven. Los demás, atrás todos”. Y repetía su divisa: “Trastos viejos al rincón”.
En aquellos tiempos, como en Ablaña no había cementerio, cuando alguien se moría había que ir a enterrarlo al de Loredo. Llevaban al difunto por la carretera, en unas andas, y cada cierto trecho se detenían para rezarle un responso. Pero como el camino, con la pesadumbre, se hacía largo, realizaban esas paradas delante de cada una de las tabernas que se iban encontrando en él y, tras los rezos, dejaban el ataúd en el suelo, a la orilla de la carretera y, capitaneados por aquel don Jesús legionario, entraban en ellas a consolarse un poco y brindar por el muerto.

Bueno”, dijo mi madre, “vamos a comernos unos cuantos mazapanes más, que el año que viene a lo mejor ya no podemos”. Y como nosotros protestásemos, continuó: “Si es verdad. Nosotros ya estamos caducando”. Intervino entonces mi padre: “A veces, por las noches, cuando me desvelo, me pongo las manos en el pecho, entrelazadas, para ver qué tal se está. Y no se está mal”. “¿Por qué no brindamos?”, propusimos para cambiar de tema. “Lo peor”, continuó mi madre sin hacernos caso, “es que no está nada claro lo que venga después. Nadie ha venido a contarlo. Hasta Marcelino –otro cura que hubo en la parroquia, tan campechano que no quería el don y circuló a su feligresía por media España en gozosas excursiones- lo decía. Que él pensaba que, al morirse, se iba a encontrar con su madre, pero que ya no creía eso. Así que, fíjate, si ni él creía…” Y ya pudimos brindar, unamunianos y melancólicos, por el presente.

Navidad

Comimos todos juntos. Guillermo (4 años) y Rodrigo (1 año), borraron la murria de la noche anterior. Guillermo siente un amor sin límites por su primo mayor. Estuvo jugando con él toda la tarde. Cuando se fueron, ya de noche, al montar en el coche, amarrado a su silleta, sentenció: “Ha sido el mejor día de mi vida”.

2 comentarios:

  1. Lo primero, feliz año nuevo a todos, y en especial a ti, Enrique, por estas cosas tan bonitas que escribes, que le hacen recordar a uno con nostalgia las celebraciones familiares.
    Por cierto, aún recuerdo la historia de Johnny, que nos la contaste un día en clase, aunque de eso hace ya mucho.
    Espero que en este nuevo año nos sigas deleitando con tus escritos.
    Saludos.

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  2. Feliz año, Rocío, me alega encontarte de nuevo por aquí. Estuve buscando fotos de Johnny por internet, pero solo salen unas cuantas del monumento- un pequeño busto- que tiene en Ablaña, que es muy feo y no le hace suficiente justicia. En la taquilla tengo una que sacaron en el periódico cuando murió.Yo a Johnny lo tengo siempre en la memoria.
    Un saludo.

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