sábado, 29 de enero de 2011

Fisonomías

Esta mañana, en la administración de lotería, no he podido evitar fijarme en un hombre ya mayor, bastante envejecido. Era muy alto y tenía la cara muy colorado, como si se la hubiese lavado con estropajo. El pelo era blanco y lo llevaba peinado hacia atrás, dejando despejada y limpia la frente, también muy enrojecida. El rostro y la estampa resultaban nobles, como de aristócrata, pero muy venido a menos. La gabardina que llevaba, antigua y estampada de oscuros lamparones, le venía pequeña, y los pantalones y los zapatos, buenos y elegantes en su época, se veían ahora míseros, deformados y sucios.

Lo colorado de la piel no era fruto de quien bebe mucho sino de quien vive en casa pobre y sin calefacción, con el aire helado del invierno colándose por todas partes y purificándolo todo menos la ropa y los zapatos. Era el tono de piel del que se ve obligado a pasar los rigores del invierno un poco a la intemperie, como puede.

Pero lo que más llamaba la atención era lo mucho que se parecía al rey. Con otras ropas, bien se podrían confundir. El rostro alargado y la nariz, el porte distinguido, la altura y lo rojo de la piel, todo resultaba de una gran semejanza.



Entonces pensamos: ¿por qué aquel y no este? Si le quitásemos a este la gabardina tan averiada y se la pasásemos a aquel y, al revés, le colocásemos a este una buena chaqueta o un traje de general, ¿quién los iba a confundir?

Cuando salió de la administración, habría sido bonito que sonase el himno nacional.

Después, camino del supermercado, nos cruzamos con otro viejo que era idéntico a Ernst Jünger. Como lo hemos leído poco, justo al pasar a su lado miramos para otro lado, un poco avergonzados.



Y luego, en la puerta del supermercado, se nos apareció Buñuel. Pero esta vez no fue alguien parecido a él, sino una familia recién salida de una de sus películas: eran cuatro personas, dos hombres oscuros y dos mujeres desdibujadas y sin formas, que caminaban balanceándose y hablaban entre ellos a grandes voces, con palabras difíciles de entender, espesas como el pelo enmarañado de los cuatro, desordenado y muy negro. Parecía que iban discutiendo, por los gritos que daban, pero no, porque de pronto uno de ellos, el que parecía el patriarca, soltó una risotada tremenda y hueca como un eructo, y el resto le respondió con entusiasmo, dejando a la vista unas dentaduras arruinadas y negrísimas, como las bardas de una corral abandonado.



La calle, a veces, está llena de prodigios.

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