miércoles, 5 de enero de 2011

Crónica del Norte (IV y final)

Oviedo

Más que un paseo, se trata de una costumbre. Pasamos, siempre que estamos de vuelta aquí, por las mismas calles de siempre, aquellas que nos vieron cruzar, cada día, en nuestros tiempos de estudiantes. Y como nos ocurre con Mieres, sentimos que, en realidad, jamás las hemos abandonado, que nunca nos hemos ido.

Paseamos por el Fontán, entre sus puestos de toldos blancos, por El Campillín, donde la librería de viejo, por la calle del Carpio hasta la Plaza del Sol y, luego, hacia la calle Oscura y, por Máximo y Fromestano     -¡qué nombres tan fantásticos!- llegamos a la Plaza del Paraguas. Aquí tuvo mi abuelo José una casa, que mi madre y mi tío vendieron hace ya muchísimos años, mucho antes de que las casas, incluso las más viejas y ruinosas, alcanzasen un valor fabuloso; allí, también, en un pequeño bar que ya no existe, nos despedimos de Bryce Echenique y de media generación del 50, elegante y muy dignamente borrachos todos ellos, con los que habíamos pasado una noche de farra.





Después, por la Corrada del Obispo, a la sombra de la catedral como si fuésemos un personaje de Clarín, vistamos a Feijoo, siempre tan pensativo y preocupado, allá subido en su pedestal. En el edifico que le rodea pasamos cinco años prodigiosos y felices, así que cómo no sentir a esta estatua como a un pariente. A sus pies nos sentamos muchas tardes y siempre nos cobijó silencioso y comprensivo, sin quejarse  jamás de las tonterías que nos escuchaba decir. A veces, en los días de huelgas y protestas, los estudiantes le poníamos un cubo de basura en la cabeza, tapándosela, como si él tuviese culpa de algo. Pero la juventud, ya se sabe, suele ser un poco ingrata.

Cuando llovía, en lugar de sentarnos a la sombra del sabio benedictino, nos refugiábamos en El Cundo, un pequeño bar donde pasamos casi tantas horas como en las aulas del antiguo convento y donde no aprendimos menos que en aquellas. Don Emilio Alarcos, otro sabio, pasaba también allí sus buenos ratos, casi todos frente a la máquina tragaperras.
El otro día, cuando pasé delante de este bar, salían de él dos señoras. Parecían hermanas. Una de ellas llevaba bajo el abrigo una bata blanca de menestrala. Seguramente se había ausentado un rato de su puesto para tomarse un café con esa hermana. A lo mejor se ven todos los días, en ese mismo lugar, para hablar y contarse sus cosas. Yo estaba esperando que se quitasen de la puerta, para poder sacar la foto que viene debajo. Tardaron aún un poco en separarse. La de la bata no parecía tener  prisa, y sujetaba a su hermana por el brazo, porque esta sí que parecía tener ganas ya de irse a otro sitio. Escuché un trozo de lo que se decían: “… porque ¡qué fea ye la vejez! Y la soledad, ¿qué me dices de la soledad? Tan fea o más que la otra…  Me habría gustado sacarles una foto, y  traérselas hasta aquí, pero pensé que a lo mejor se incomodaban y esperé a que se fuesen.

Después pasamos a ver el belén de la plaza de la catedral y ya nos fuimos a hacer la ronda de las librerías. Visitamos, siempre, tres: Cervantes, Ojanguren y La Palma.
Empezamos por la primera. Después de pasearnos un rato entre las estanterías, le pregunté a una de las dependientas por un libro: “Se titula Todas las perplejidades. No recuerdo el nombre del autor, creo que es inglés. Lo ha editado Trabe, o Trea, que esas dos editoriales siempre las confundo”. Con seguridad y confesando honestamente mis ignorancias. A la muchacha, que debía de ser aprendiza y por eso tenía a su lado a una señora que vigilaba lo que hacía como una gobernanta, le costó un poco escribir en el ordenador “perplejidades”. “Con jota, le murmuró la gobernanta”. “Pues no me sale nada”, anunció al fin la aprendiza. “La verdad es que no le estoy dando muchos datos, pero el título seguro que es ese”, le contesté. Lo volvió a intentar. “Pues no, no viene nada con ese título”. Entonces, decidí bajar al piso de abajo, donde tienen los libros en asturiano o publicados por editoriales de la tierra. Volví a hacer mi solicitud. Esta vez, la dependienta era más veterana y experta, pero tampoco le aparecía el libro. “Es raro”, le dije, “hace ya algunos meses que lo he visto en internet”. “¿No será trivialidades?”, me preguntó. Se me hizo la luz. Ni perplejidades ni gaitas, “trivialidades”, “Todas las trivialidades”, ese era realmente el título. Le pedí cien disculpas, avergonzado. “Pues lo tiene usted en la planta de arriba”, me informó con una sonrisa que me pareció limpia, sin burla ni rencor. Subí hacia allí de nuevo, pero en lugar de volver al mostrador, salí cabizbajo a la calle. Por cobardía, claro, para que no pensase aquella aprendiza que uno era completamente idiota, y también por delicadeza, no fuese a creer que volvía para molestarla de nuevo con otra palabreja: ¡”trivialidades”! ¿Cómo se puede deletrear eso? ¿Con be o con uve? De manera que me fui, ya con el título correcto en la cabeza, hacia Ojanguren.





Mieres II
Otro paseo, otra costumbre que cumplimos tres o cuatro veces al año. Primero pasamos por el quiosco al que acude mi padre cada mañana a comprar el periódico. Es un local bien curioso. Casi ni se ve. Además, la quiosquera, que está a todas horas en la puerta como un perro guardián, tampoco deja que nadie observe mucho. Atiende a su clientela en el umbral, sin dejar pasar a nadie, y solo se adivina algo de lo que hay allí dentro  cuando se vuelve y entra brevemente en busca de lo que le han pedido, este o aquel periódico, una u otra revista. Entonces, durante unos pocos segundos, lo que se contempla tan brevemente pasma y asusta. Pilas de viejos papeles por todas partes: encima del mostrador y sembrados por el suelo en inciertas columnas a punto de venirse abajo. Papeles oscurecidos por el polvo que duerma sobre ellos, un poco amarillentos también por el paso del tiempo. Un día, me contó mi padre, unos amigos suyos, clientes también de este negocio, adivinando tanta ruina y desorden, tuvieron el atrevimiento de ofrecerse a la dueña, siempre fumando a la puerta, para arreglarle un poco aquello, adecentárselo y montarle unas estanterías para que tuviese más desahogo y pudiese así despejar la entrada, el suelo y el mostrador, y recibir a su clientela dentro, lo cual sería un progreso, sobre todo en los días lluviosos,  fríos y desapacibles del invierno. Al parecer la mujer se enfureció. Arrojó su cigarro al suelo y comenzó a soltar por su boca sapos y culebras, cubriendo a aquellos cándidos benefactores con toda clase de improperios. “Se la llevaban los demonios”, parece que le contaron esos amigos a mi padre, un tanto asustados. Desde entonces, ya nadie se atreve a hacerle comentario alguno a esa quiosquera tan particular, vagabunda del punto fijo.
Quería uno hacerle una foto, aún sabiendo la dificultad de la empresa. Tendría que aguardar a que llegase un cliente y abandonase por un momento su puesto y, de darse ese caso, si me descubría, lo más probable es que se me lanzase al cuello y me estrangulase allí mismo, en mitad de la acera. Una misión peligrosa, que exigía altas dosis de sangre fría. Pues bien, la ocasión, milagrosamente, surgió. Saqué mi cámara del bolsillo, enfoqué hacia el interior, tomando como centro de la composición una de esas columnas de periódicos antiguos, sujeté la cámara con firmeza y… clik. Disparé justo en el momento en que A. decidía cambiarse de sitio y se cruzaba delante de mí. Nos coordinamos  muy bien. El resultado es el que ven aquí mismo.




Luego, perdida ya la gran oportunidad, seguimos con nuestro paseo: calle Gijón, Asturias, el parque Jovellanos, Manuel Llaneza (antes José Antonio y mucho antes Camposagrado), el Liceo, Ave María (hoy Alas Clarín), la que aquí llamamos calle del Vicio, por la cantidad exagerada de bares y tabernas que hay en ellas, la Plaza, Requejo… Y pisamos todos esos lugares con la intención de hacer allí más profundas  nuestras huellas. Así,cuando no estemos, paseará por ellos nuestra sombra.











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