domingo, 9 de enero de 2011

Paseo ubedí

Cada vez que pasamos una temporada aquí,  nos reservamos una mañana para nosotros solos para… no hacer nada. Solo pasear, sin intención ni destino, dejándonos llevar por nuestro capricho. Es, siempre, un paseo cuesta abajo, desde las calles modernas y ruidosas, llenas de tiendas y talleres, hasta la zona antigua  –aquí antiquísima-, silenciosa, casi secreta a pesar de los turistas, los hoteles y las tiendas de recuerdos, cerámicas y otras chucherías.
La frontera está muy clara y definida. En la Plaza del Reloj -o de la Constitución-, a la vuelta de una esquina que te lleva hasta el Real o, por el Rastro, hacia la izquierda, se entra en una ciudad distinta, de calles estrechas, de palacios cerrados, de plazas vacías. Y ese es el lugar al que acudimos, sin remedio, en estos paseos nuestros.


Empezamos siempre por la calle Paraíso – que aunque tenga nombre de destino, es también buen modo de comenzar-. Aunque en la parte alta y muy próxima a las avenidas, anuncia ya en su estrechez y su silencio lo que buscamos. En esta calle daba sus lecciones doña Enriqueta, que enseñaba a leer, escribir y contar a las chiquillas del barrio.


En esta ocasión, bajamos por el Rastro y nos encaminamos, por la calle Ancha, hasta la de Chirinos, donde A. pasó tantas tardes de su infancia, en la casa de sus abuelos. En esa calle y en las que la rodean, como la que se llama, maravillosamente, Fuente de las Risas, pasó largas horas de juegos.


Apenas hay nadie por ellas, y tampoco cruzan coches. Son calles inclinadas que buscan el fondo del valle, donde tenían sus huertos y bancales los hortelanos que aquí vivían. A. me ha contado muchas veces cómo esperaban la llegada de su abuelo, al atardecer; cómo abrían los portones del corral y lo preparaban todo para la entrada de los mulos; y cómo les parecía un gigante su abuelo, o el mismísimo rey Midas, cuando, nada más entrar al patio, tomaba un mendrugo de pan y lo empapaba en el aceite de una tinaja, metiendo el brazo hasta el codo.


La calle Chirinos termina en una curva que oculta la plaza de San Francisco. En ella jugaban cada tarde A. y su hermana junto con todos los chiquillos del barrio, y allí fue donde una de esas tardes  pudieron contemplar, con la boca abierta, cómo se posaba, casi en el mismo centro, un globo con dos viajeros en su canasta.


De esta plaza sale una calle de guijarros, también muy estrecha, que lleva hasta la casa familiar de Muñoz Molina, frente a la casa de las Torres, que es ahora un centro de Bachillerato.





Muy cerca, por la calle de la Luna y el Sol, se llega a la iglesia de Santo Domingo. Es una iglesia vacía, que solo se abre en las Navidades para exponer en su nave desnuda un enorme belén. A sus espaldas hay una placita muy hermosa, casi siempre solitaria, con dos o tres bancos y seis árboles. Debajo de esa plaza hay un palacio que es hoy casa de vecinos. Estos años de atrás, se veía siempre junto a la puerta a una vieja gitana, sentada en una silla de plástico rojo, toda vestida de negro. Con una voz desdentada y enérgica invitaba a pasar a los turistas que cruzaban por su puerta: “Si queréis pasar… Es muy hermoso. No os engaña nadie, y si queréis echarles fotos, se puede, se puede… Y si os gusta, bien podéis darle algo a esta pobre vieja…” La mayoría se detenía, dudaba un instante y decidía aceptar la invitación. Al salir, les volvía a hablar: “¿Ya os vais? Dame algo, guapo, que eres muy guapo. Todos los que pasan me dan algo”. Se dirigía de este modo a todo el mundo, sin distinciones de ningún tipo, tuteándolos, como dicen que hace el rey, también ella soberana y regia en ese rincón de su calle, a la puerta de su palacio ennegrecido.


Y era mejor darle alguna moneda, porque si no se volvía terrible: “¿Y  tú no me das na? Pues vaya… Hay algunos hombres que ¡vaya!” Y continuaba mientras el turista se iba rápidamente: “¡Gordo! ¡Tienes un culo que no te cabe en la calle, ¡gordo!, que eres un gordo!
Yo acepté un día la invitación de la vieja gitana. Dentro, siete buzones verdes en el portal y siete puertas del mismo color alrededor de un patio deliciosos, con vigas de madera y un aljibe en una esquina. Y en cada puerta, una jaula, y en cada jaula, un canario lírico y entusiasta.
Al salir, se ve que no le pareció, lo que le di, ni mucho ni poco: “¡Qué baratico eres, guapo!, ¡qué baratico!


Por Afán de Rivera – que es una calle absolutamente medieval- desembocamos en la Plaza Vázquez de Molina. También podría llamarse, como la calle por la que comenzamos este itinerario, Plaza Paraíso. Nada más entrar en ella, cualquiera puede sentir que se trata de un lugar muy especial. Un lugar al que llegar... y quedarse. Podríamos pasar toda la vida en ella. Hay algo prodigioso en la combinación de los edificios magníficos que la rodean, algo de una transparencia muy pura. Parece, ya lo hemos dicho alguna vez, una plaza italiana, aunque sin el atrevimiento y descaro de lo italiano, sin su lujo, sino todo más recogido, íntimo, secreto. Es una plaza sin color, pero llena de luz, luminosa, abierta, feliz.











Sin embargo, hay que continuar. Lo hacemos bordeando el Salvador y nos encontramos, como siempre nos sucede, con calles que no conocemos todavía, por las que nunca habíamos pasado hasta entonces, y con una nueva plaza, también desconocida para nosotros, la plaza del Carmen. Esto, encontrar un rincón que no conocíamos, nos suele pasar en cada paseo. Ya lo decía J. Green, que salvo que no se haya perdido el tiempo en una ciudad, “nadie podrá pretender que la conoce bien”. Pues eso.




Y de pronto, al volver de una esquina, aparecemos en el Paseo Mercado, y nos sorprende volvernos a encontrar en un lugar tan conocido, saber que está tan cerca de esas calles inéditas, de esa plaza ignorada.
Finalmente, subimos, Real arriba, como quien vuelve de un largo viaje, no sé, como quien regresa  de una profundidad.


No hay comentarios:

Publicar un comentario