viernes, 28 de enero de 2011

Humo(r)

Con Javier Marías nos ocurre una cosa muy triste. Con lo bonísimas que dicen que son sus novelas, y la cantidad de premios internacionales que le han concedido por ellas, nosotros, sin embargo, no podemos con él, no nos gusta nada lo que escribe y sus libros se nos caen de las manos, al tiempo que los párpados, dejándonos profundamente narcotizados.


Nos resultan, como tratamiento contra el insomnio, eficacísimos. Ahora, como novelas..., como novelas nos parecen muy poca cosa. En realidad, ni siquiera nos parecen novelas, sino otra cosa, no sabemos bien qué, pedantes y tediosas narraciones protagonizadas por sutiles personajes, muy cosmopolitas, muy intelectuales y muy... falsos.

De la primera que leímos, Travesía del horizonte, que creo es la segunda suya, apenas recordamos nada salvo el aburrimiento que nos dejó. Pero como éramos entonces más tontos que ahora, libro que comenzábamos, lo aguntábamos hasta su última página costase lo que costase. El resto, al comenzarlas en  edad más descreída, las abandonamos todas al cabo de unas cuantas páginas. Derrotados y rendidos, no encontramos otra salida que cerrarlas. Imposible dar un paso más.


Una vez, hará ya un par de años, nos encontramos de pronto, casualmente, a su lado en una caseta de la Feria del Libro de Madrid. Curioseábamos entre un montón de libros cuando nos fijamos en unas manos blanquísimas a nuestro lado. Eran unas manos gordezuelas y vulgares, de dedos amorcillados y con la piel muy fina moteada de pequeñas manchas color café. Fuimos subiendo la mirada: mangas verdes de una chaqueta bien cortada, y, en la solapa, un camafeo con el retrato de Shakespeare. Más arriba, naturalmente, la cara del dueño de esas manos: él, J. M., académico y novelista de éxito y fama mundial. Nos dio un poco de verguenza tenerlo allí, a nuestro lado , y no poderle decir un par de frases amables, agradecerle sus desvelos de escritor, comentarle lo mucho que nos gustaban sus libros. Así que volvimos a bajar la cabeza y continuamos nuestro escrutinio, aunque atentos de reojo a aquellas manos tan blancas. Al rato decidió comprarse uno de aquellos libros y sacó una pequeña cartera de piel de la que extrajo unos billetes muy manoseados y arrugadísimos, muy poco acordes con lo que cabría esperar de un novelista tan británico y tan fino. Eran unos billetes galdosianos, castizos, cubiertos todos por la mugre espesa de la realidad, semejantes a los que deben de circular los gitanos las mañanas de los domingos en el Rastro. Me llamaron mucho la atención. Luego pagó y se fue.

Viene todo esto a cuento de su último artículo en el semanal de El País. No acostumbramos a leerlos jamás, por la misma razón por la que ya no nos acercamos a sus novelas. Los que leímos un día nos parecieron todos de muy difícil digestión, con razonamientos espesos cual cocido madrileño y esa prosa suya tan sosaina, tan singracia. Sin embargo, el otro día leímos la primera frase y, picados por la curiosidad, continuamos un poco. Comenzaba, exhortativo y mandón, del siguiente modo: "Olvídense de que soy fumador y de que, como dije la semana pasada, la nueva ley antitabaco me parece fascistoide en sí misma y atentatoria contra las libertades". Esto de citarse a sí mismo creo que es cosa corriente en él. También llama la atención eso de "fascistoide en sí misma", y el adjetivo "atentatorio", tan feo el pobre.

"Ya estamos como el otro", pensé. Uno, mintiendo como un bellaco, y este, seguramente escamado por el ridículo de aquel (le autre), confesando ser parte interesada pero conminándonos  a olvidarlo de inmediato. Luego, sin embargo, califica al presidente y a su ministra de sanidad de autoritarios que ignoran los más claros principios democráticos, y afirma que estarían muy a su gusto viviendo "en la España de Franco, en el Chile de Pinochet, en la RDA de la Stasi", y como se ve que le parece poca cosa, prosigue citando a Venezuela, Cuba e Irán. Tremendo. Es un modo bien peregrino de razonar, comenzar a lo militar, con  una orden, y luego criticar las de los demás. Aunque, en realidad, este enfado tan exagerado le viene, dice él, no de esa ley, sino del hecho de que esas dos personas hayan alentado al ciudadano a denunciar a quien no la cumpla. Y cree que por ahí se empieza, porque esto que han hecho tan pérfidos personajes no es invitar a la denuncia, sino a la delación. Y eso, al parecer, es gravísimo, despreciable, cobarde y no sé cuántas cosas más.



Con razonamientos de esa naturaleza y la sintaxis tan especial que usa, llega uno al final  del artículo como si acabase de tragarse media docena de polvorones. Y entonces creemos descubrir que lo que le falta a este señor, además de otras muchas cosas, es humor. Y por eso debe de ser que nos parece tan triste.



1 comentario:

  1. Sinceramente, creo que el señor Marías exagera bastante. Me parece una gran tontería eso que dice de que los fumadores ya no podrán ir a "ni a cenas ni a fiestas ni a tomar un café". O que dejarán de visitar a aquellos conocidos que no les permitan fumar en su casa. Además, quiere hacer parecer que los fumadores están discriminados en esta sociedad nuestra. Si lo que pretende es dar lástima tengo que decir que ha conseguido darme pena, pero por lo bajo que ha caído escribiendo eso...
    En general, creo que le están dando demasiada importancia a este asunto. Si la ley ya está aprobada, que no le den más vueltas, porque por muchos artículo que se publiquen en El País, no van a cambiar NUESTRO PAÍS.

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