martes, 18 de enero de 2011

Paseo en bicicleta

El domingo por la mañana, como hacía un día espléndido, nos fuimos a pasear en bicicleta.
¡Qué invento la bicicleta!  De los más redondos y acabados que ha logrado el ser humano. Si bien los principios fueron un poco balbucientes y dieron lugar a alguna que otra extravagancia, luego, cuando al fin se dio con la fórmula, ya resultó inamovible.  E inmejorable. Podrán variar los colores y el diseño, pero sus elementos esenciales ya no hay quien los toque, como a la rosa. Supongo que en el campo de las artes mecánicas se podrán encontrar multitud de artilugios igualmente afortunados y concluidos, pero somos tan legos en semejantes asuntos que nosotros los desconocemos (se nos ocurren los molinos de viento y los paraguas, pero nada más).



 Y qué hermosura ir por los caminos pedaleando, el viento en los talones, sin prisa ni propósito, tan solo por el puro gusto de moverse y avanzar, como las nubes. Si volviese don Quijote, bien podría prescindir del bueno de Rocinante, dejarlo tranquilo en su caballeriza, y subirse a uno de estos aparatos. Muchísimo mejor que en una moto, que es como lo presentan, a este nuevo hidalgo, en la publicidad de la Junta para atraer a la turistada hasta estas tierras. ¡Qué tendrá que ver un joven modelo, en moto, con gafas oscuras,  de cuero la cazadora , con el admirable caballero!

De chavales nosotros salimos mucho, en una de carreras que teníamos, con manillar de cabra, a dar vueltas por ahí. Nos pasábamos los veranos subidos en ella. Luego nos distrajimos un poco y quedó, aquella bicicleta, arrumbada en el desván. Pero ahora hemos comprado, P. y yo, un par de esas de montaña, y, cuando el tiempo viene bonancible y pacífico, nos vamos por ahí, a airearnos un poco.
El domingo fuimos por el Canal de Mª. Cristina, con las primas. Hace un par de años que lo han arreglado un poco, para el recreo de los vecinos. Es un camino bonito, de tierra, bordeado de árboles jóvenes,  a la orilla de ese canal tan triste. Se tiende hacia el horizonte, plano e interminable, como una cinta blanca. Suele estar, estos días apacibles, muy frecuentado: gentes que caminan, ciclistas como nosotros y enjutos corredores. A estos últimos da un poco de lástima verlos, tan sudorosos y esforzados, respirando trabajosamente, agónicos y sufrientes. Estos sí que tienen un aire quijotesco y acongoja un poco contemplar tanto sacrificio. Pudiendo pasear tan ricamente, a pie o subidos en una bici, a qué tanta prisa. Sin duda, van todos en busca de un ideal... Y, ya se sabe, como gusta de repetir mi madre, quien por su gusto corre, jamás de la vida cansa, aunque estos que nosotros nos cruzamos sí que parecían fatigados.

Salimos de La Fiesta del Árbol, que es el nombre más raro que uno conoce para un parque.  Allí están de obras con el depósito de agua, que al parecer quieren convertirlo en la Torre Eiffel de esta ciudad, y construir un mirador acristalado en lo alto.




Y ya desde ahí al camino. Cuando uno va en bicicleta sin pensar en nada le vienen a la cabeza muchas cosas, como pájaros que se le posasen a uno allí dentro.  Para los pensamientos gustosos nada como no pensar en nada. Se pone uno a pedalear y, a la vez que las ruedas de la bicicleta, se ponen en marcha también las ruedecillas y muelles del cerebro y piensa uno en muchas cosas, todas agradables, felices y sin importancia, que desaparecen al rato para dejar paso a otras igualmente poco memorables. Decía Azorín que para un escritor era muy importante no hacer nada cada día un buen rato. Pues bien, nos atrevemos a añadir que también es muy sano, sea uno escritor o pintamonas -como es el caso-, andar encima de una bici.

Nada más salir, nos encontramos con una vieja casa medio arruinada a un lado del camino. Parecía una venta de los tiempos de Cervantes. A lo mejor fue una de las que lo vieron pasar, o donde se leyó, un atardecer, aquella novela del curioso impertinente mientras el loco hidalgo dormía.

El canal, con un mucho de fantasía, podría hacernos pensar que estamos en las afueras de Amsterdam. Pero está muy sucio para ser holandés, y se ve enseguida que se trata de un canal autóctono, raquítico, miserable, con el agua de un color como si hubiesen estado fregando las aceras de las calles con él. Normalmente está casi seco, pero tras el invierno pasado, y este otoño, con las lluvias copiosas que han caído, va un poco más crecido.

Avanzamos no sé cuántos quilómetros, despacio y sin esfuerzo, pues es todo tan llano que la única pendiente que hay la señalizan varias veces para que nadie se lleve un susto y se desgracie.

Luego, estuvimos un rato descansando, sentados a la orilla del canal. P. tiraba piedras al agua y sus primas contemplaban un caballo en una finca que había allí al lado. Parados, los pensamientos se nos volvieron metafísicos y menos alegres, del color del agua que veíamos pasar. De manera que nos subimos de nuevo todos a las bicis y emprendimos el regreso.



Se disiparon las murrias y, pedalea que te pedalea, regresaron los pensamientos vanos y felices. Y así,  contentos de nuevo, nos volvimos para casa.

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