lunes, 31 de enero de 2011

Gaya

Se cumple hoy un mes desde que empezamos a leer este libro, que hoy cerramos finalmente con esa sensación de orfandad que solo pueden dejarnos aquellas lecturas que han llenado nuestros días de un modo pleno y feliz. Hemos tardado tanto por cinco razones. Primera: ahora escribimos mucho más que antes (las listas de la compra de los viernes, que cada día son más largas porque cada día P. come más, y, sobre todo, las entradas de este blog, que cultiva uno como un modesto y diminuto huerto, todos los días un ratito); segunda: tenemos que trabajar cada mañana; tercera: se trata de un volumen de casi mil páginas; cuarta: lo hemos leído con una pequeña libreta al lado, en la que íbamos copiando lo que más nos llamaba la atención, y como esto sucedía con frecuencia, debíamos detenernos a cada momento; y cuarta: lo hemos ido disfrutando muy poco a poco, como a sorbos.

Ya habíamos leído, hace un par de años, su “Diario de un pintor”, y antes aún su “Velázquez, pájaro solitario”. Aunque nuestros conocimientos de pintura son más bien escasos,  nos gustaron tanto esos dos libros que compramos este, su “Obra completa”, editado primorosamente, un pequeño tomo que, a pesar del número de sus páginas, cabe en la palma de la mano, como un gorrión, y se puede llevar en el bolsillo del abrigo a cualquier parte. Esto  de llevarnos los libros en los bolsillos a A. la irrita bastante, porque dice que se deforman, y se estropean, y  que parece uno un pordiosero. Sin embargo, eso hemos hecho durante este mes, y lo hemos ido leyendo donde podíamos, en la sala de espera del dentista, en un café, en los breves minutos entre una clase y otra…  No podíamos dejárnoslo en casa.

No creo que haya un libro como este, que hable de cosas tan hondas, tan profundas, con tanta claridad, con semejante transparencia. A pesar de que agrupa todos sus escritos, ensayos, artículos, cartas, poemas o reseñas, su discurso es de una unidad sorprendente, de una coherencia muy difícil de encontrar. Fundamentalmente, todo él defiende una misma idea, un mismo sentimiento: que el arte verdadero, el más grande, es creación, creación de seres vivos, palpitantes, carnales. No cosas ni objetos, no algo que está, sino algo que es. Y resulta un placer leer cómo Gaya cuenta y explica, una y otra vez, esta misma idea, esta intuición, este sentimiento tan certero, con una prosa tan limpia y clara.
Están, también, sus filias (Velázquez, Ticiano, Venecia…), y sus fobias (las vanguardias, Manet, la crítica…) y, sobre todo, su modo de contarnos todo eso, con una gracia superior.

Pero mejor que seguir explicándolo nosotros tan trabajosamente, será mejor dejar aquí, a continuación, algunas de las cosas que hemos ido copiando en nuestra pequeña libreta.
En verdad, esos cultivadores (historiadores, críticos, estetas) no me han parecido nunca culpables, sino víctimas de un error inicial, solemne, inmóvil, que consiste en partir de la idea –por eso se produce el error, por partir de una idea y no de un sentimiento- de que arte y realidad son dos cosas distintas, separadas. Yo sentía desde siempre que esto es un disparate”.
El arte es realidad, el arte es vida él mismo y no puede, por lo tanto, separarse de ella para contemplarla; el arte no es otra cosa, no puede ser otra cosa que vida, carne viva…
El arte grande no tiene nunca estilo”.
En arte, que no es inventar, todo existe ya de antemano”.
No importa que tal idea o conflicto que nos asalten estén dichos o descubiertos con anterioridad por otro; si son sentidos en lo dentro de nuestro ser, por muy semejantes que parezcan, serán, sin miedo, nuevos y únicos”.
No en la variación, sino en la repetición es donde está el gusto. El gusto, y, sobre todo, en la repetición está, diríamos, la verdad”.
Cuando digo que quisiera quedarme aquí, en París, unos meses (por lo menos hasta mayo), nadie entiende que sea , sobre todo, para poder ver la llegada de la primavera; pero si les digo que me gustaría, acaso, exponer y asomarme un poco al trajín de las galerías, les parece muy natural, comprensible, lógico y sensato”.
La creación no solo  es una humildad, sino también una obediencia”.
De pronto, sin saber por qué, ni cómo, me asalta el verso de una copla popular, oída en la niñez: “Y el agua se va riendo”. Sí, tanto las risas como las sonrisas son de agua”.


Mañana más.

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