miércoles, 30 de marzo de 2011

Viaje a Granada (III)

Sábado, 26

Por la mañana nos acercamos al Parque de las Ciencias. P. quería volver a verlo. La verdad es que se trata de un lugar fascinante, un gabinete de curiosidades o cuarto de maravillas que habría hecho la felicidad de cualquiera de aquellos beneméritos naturalistas dieciochescos. Hay siempre dos o tres exposiciones temporales, y cuatro o cinco permanentes. Entre estas, la más extraordinaria es la dedicada al cuerpo humano. En un amplio salón en penumbra hay allí cosas prodigiosas. La que más, el cuerpo plastinado de un pobre fumador, con los pulmones ennegrecidos al aire, como esponjas viejas que hubiesen usado en un taller mecánico. Esto de la plastinación nos los explicó con placer sádico y no disimulado un encargado la primera vez que estuvimos, hace un par de años. Al parecer, una vez muerta la persona o el animal  -hacerlo antes es peligroso e incómodo-, se le sacan todos los líquidos corporales y se sustituyen por resina de silicona. Quedan los cuerpos estupendamente, jamás se pudren y no huelen. Al antiguo fumador lo tienen metido en una urna, colocado con cierta chulería, en actitud de llevarse un cigarrillo a los labios. Además de plastinarlo lo han despellejado, le han retirado las grasas y parte de los músculos y se le pueden ver no solo los ennegrecidos pulmones, sino también todas sus vísceras, las costillas y su pequeño corazón. A mí me da mucha lástima y, lo mismo que hace dos años, frente a él me asaltaron las mismas preguntas: ¿Quién habrá sido este hombre?, ¿cómo se llamaría?, ¿cómo habrá sido su vida?, ¿sabrá lo que han acabado haciendo con él?, ¿vendrán a verlo, disimulados entre los visitantes, sus familiares, y surcará una furtiva lágrima sus mejillas?...



Había también una colección de corazones conservados en formol, de diferentes animales, y todo tipo de artilugios y juguetes donde poder comprobar la temperatura corporal o la parte del cerebro que interviene en las diferentes actividades que solemos llevara a cabo. Vimos todo esto en compañía de un grupo del Inserso que curioseaba por los rincones con mucho interés: "¿Qué hay ahí?", preguntaba una señora muy alta y delgada señalando un pequeño cuarto oscuro donde pasaban en un breve documental.  "Nada, una novela sobre el celebro", le contestó una compañera. Y la otra, que parecía maestra jubilada, la reprendió: "Cerebro, se dice cerebro". "Pues eso,- replicó la amiga- lo que te he dicho, una novelilla del celebro".

En la parte superior tienen muchísimos frascos donde conservan en formol bichos de todas clases y unas culebras gigantescas, y colgados del techo los esqueletos de diversos animales. Sin embargo, nosotros íbamos ya un poco distraídos, pensando una y otra vez en ese pobre señor plastinado. Tantas fatigas para acabar así, en una urna, como un espantapájaros de fumadores...



Después vimos también, en otra sala enorme, una galería de animales disecados, colocados  con un criterio muy dramático y espectacular. Pero era todo muy triste, sobre todo nada más entrar, donde te recibían cuatro colibrís muertos, alineados y muy juntos, como en una morgue diminuta.




Y antes de salir, en un cuarto muy pequeño preparado para ello, unas mariposas tropicales muy  vistosas que volaban alegremente y se te posaban en los hombros, con mucha confianza, como loros amaestrados.


Luego, cuando salíamos, uno de los jubilados animaba a sus compañeros de excursión a entrar en el pabellón de los experimentos físicos: "Vamos pa cá, que hay un péndulo tan grande como el mío". Repitió tres o cuatro veces esta llamada, contentísimo con su hallazgo, del que se reía él mismo con grandes convulsiones.
En la calle Elvira nos reunimos con J. Á., que a pesar de haberse acostado a las seis de la mañana se veía  fresco y campante. A nosotros esta calle nos gusta mucho porque es como un río, con caprichosos meandros, y además parece una calle de hace veinte o treinta años, con muchas casas abandonadas y muy viejas, gentes destartaladas en los portales y gran cantidad de bares nocturnos que a aquella hora del mediodía no se podía saber si continúan en activo o llevan cerrados veinte o treinta años. Comimos en una pizzería que, el camarero nos lo confirmó, lleva en ese mismo sitio treinta y tantos años, y que no debe de haber cambiado de decoración, oscura y un poco fúnebre, desde entonces.
Y ya subimos al Albaicín, que empieza ahí mismo. Nos llevó J. Á. a una tetería moderna donde trabaja una amiga suya. Lo mejor de ese local es la diminuta terraza que tiene en el tercer piso, donde, si se encuentra sitio,  puede tomarse uno una infusión contemplando la Alhambra como un viejo califa. Tuvimos suerte, porque a aquella hora tan solo había allí subidas dos estudiantes francesas, muy blancas de piel, que se bebían el paisaje y sus tés con unas poses muy interesantes.

Estuvimos allí un buen rato, encantados y silenciosos, como si aquello fuera una alfombra mágica suspendida sobre los tejados del Albaicín. De vez en cuando, llegaba hasta allí un viento serrano que azotaba el toldo que nos protegía del sol y sonaba este como la vela de un barco. Un barco volador.


La Plaza de San Nicolás era una romería. Me recordó a la de los Mártires de Valdecuna, en mi pueblo, la que Víctor Manuel romanceó hace ya tiempo en una hermosa canción. Es natural. No creo que haya muchos lugares en el mundo tan hermosos como este. A mí me recuerda mucho al Paseo de San Pedro, en Llanes. Lo mismo que frente al mar, desde este mirador ante la Alhambra a uno le resulta muy difícil irse de allí, arrancar la mirada de ese edificio. La Alhambra posee la rara cualidad que también encontramos en el mar. Es casi imposible dejar de mirarlos. Pero además de la Alhambra, allí el espectáculo  humano es variadísimo y proporciona un entretenimiento seguro. Se agolpaban alrededor todo tipo de gentes: los hijos y nietos de aquellos tiernos hyppis de los años 60, grupos de disciplinados y tristes japoneses, parejas de ancianos ingleses, gitanos con sus guitarras, los jubilados del Inserso del Parque de las Ciencias, familias numerosas, grupos de jóvenes estudiantes, místicos, carteristas, policías municipales, gentes grises como nosotros... De todo un poco. Y cada uno a lo suyo, sin molestar al vecino ni ser molestado. Una maravilla.


 



 


Y ya fuimos bajando, de vuelta de este viaje sabatino, no sin antes parar en Plaza Larga a tomar un café entre gitanos finos y gentes del barrio, músicos ambulantes que intercambiaban sus conocimientos, y dos o tres extranjeros maravillados; y dando un pequeño rodeo, por la Cuesta del Chapiz hasta el Paseo de los Tristes, que igual que el Mirador de San Nicolás y el Paseo de San Pedro es el lugar más hermoso del mundo; y luego por la Carrera del Darro, por la que pasaban autobuses diminutos atestados de gentes como sardinas en lata. En Plaza Nueva nos despedimos de J. Á., que se iba de cumpleaños, y lentamente alcanzamos el hotel, cansadísimos y felices... ¡Pobre J. Á., pensábamos, que se tiene que ir de fiesta después de un día así! Y ya nos quedamos dormidos, arrullados por este compasivo pensamiento.

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