lunes, 31 de enero de 2011

Gaya

Se cumple hoy un mes desde que empezamos a leer este libro, que hoy cerramos finalmente con esa sensación de orfandad que solo pueden dejarnos aquellas lecturas que han llenado nuestros días de un modo pleno y feliz. Hemos tardado tanto por cinco razones. Primera: ahora escribimos mucho más que antes (las listas de la compra de los viernes, que cada día son más largas porque cada día P. come más, y, sobre todo, las entradas de este blog, que cultiva uno como un modesto y diminuto huerto, todos los días un ratito); segunda: tenemos que trabajar cada mañana; tercera: se trata de un volumen de casi mil páginas; cuarta: lo hemos leído con una pequeña libreta al lado, en la que íbamos copiando lo que más nos llamaba la atención, y como esto sucedía con frecuencia, debíamos detenernos a cada momento; y cuarta: lo hemos ido disfrutando muy poco a poco, como a sorbos.

Ya habíamos leído, hace un par de años, su “Diario de un pintor”, y antes aún su “Velázquez, pájaro solitario”. Aunque nuestros conocimientos de pintura son más bien escasos,  nos gustaron tanto esos dos libros que compramos este, su “Obra completa”, editado primorosamente, un pequeño tomo que, a pesar del número de sus páginas, cabe en la palma de la mano, como un gorrión, y se puede llevar en el bolsillo del abrigo a cualquier parte. Esto  de llevarnos los libros en los bolsillos a A. la irrita bastante, porque dice que se deforman, y se estropean, y  que parece uno un pordiosero. Sin embargo, eso hemos hecho durante este mes, y lo hemos ido leyendo donde podíamos, en la sala de espera del dentista, en un café, en los breves minutos entre una clase y otra…  No podíamos dejárnoslo en casa.

No creo que haya un libro como este, que hable de cosas tan hondas, tan profundas, con tanta claridad, con semejante transparencia. A pesar de que agrupa todos sus escritos, ensayos, artículos, cartas, poemas o reseñas, su discurso es de una unidad sorprendente, de una coherencia muy difícil de encontrar. Fundamentalmente, todo él defiende una misma idea, un mismo sentimiento: que el arte verdadero, el más grande, es creación, creación de seres vivos, palpitantes, carnales. No cosas ni objetos, no algo que está, sino algo que es. Y resulta un placer leer cómo Gaya cuenta y explica, una y otra vez, esta misma idea, esta intuición, este sentimiento tan certero, con una prosa tan limpia y clara.
Están, también, sus filias (Velázquez, Ticiano, Venecia…), y sus fobias (las vanguardias, Manet, la crítica…) y, sobre todo, su modo de contarnos todo eso, con una gracia superior.

Pero mejor que seguir explicándolo nosotros tan trabajosamente, será mejor dejar aquí, a continuación, algunas de las cosas que hemos ido copiando en nuestra pequeña libreta.
En verdad, esos cultivadores (historiadores, críticos, estetas) no me han parecido nunca culpables, sino víctimas de un error inicial, solemne, inmóvil, que consiste en partir de la idea –por eso se produce el error, por partir de una idea y no de un sentimiento- de que arte y realidad son dos cosas distintas, separadas. Yo sentía desde siempre que esto es un disparate”.
El arte es realidad, el arte es vida él mismo y no puede, por lo tanto, separarse de ella para contemplarla; el arte no es otra cosa, no puede ser otra cosa que vida, carne viva…
El arte grande no tiene nunca estilo”.
En arte, que no es inventar, todo existe ya de antemano”.
No importa que tal idea o conflicto que nos asalten estén dichos o descubiertos con anterioridad por otro; si son sentidos en lo dentro de nuestro ser, por muy semejantes que parezcan, serán, sin miedo, nuevos y únicos”.
No en la variación, sino en la repetición es donde está el gusto. El gusto, y, sobre todo, en la repetición está, diríamos, la verdad”.
Cuando digo que quisiera quedarme aquí, en París, unos meses (por lo menos hasta mayo), nadie entiende que sea , sobre todo, para poder ver la llegada de la primavera; pero si les digo que me gustaría, acaso, exponer y asomarme un poco al trajín de las galerías, les parece muy natural, comprensible, lógico y sensato”.
La creación no solo  es una humildad, sino también una obediencia”.
De pronto, sin saber por qué, ni cómo, me asalta el verso de una copla popular, oída en la niñez: “Y el agua se va riendo”. Sí, tanto las risas como las sonrisas son de agua”.


Mañana más.

domingo, 30 de enero de 2011

Borrascas y cía.

En mitad del campo desolado e inmenso, entre Argamasilla y Tomelloso, por donde vivió sus aventuras aquel prodigioso hidalgo manchego, se levanta, solitario y magnífico, a la orilla de la carretera, este cartel: "Borrascas y cía. Melones y sandías al por  mayor". Su lectura hace que prosigamos el viaje, hasta ese punto algo melancólico y callado, más ligeros y esponjosos.

sábado, 29 de enero de 2011

Fisonomías

Esta mañana, en la administración de lotería, no he podido evitar fijarme en un hombre ya mayor, bastante envejecido. Era muy alto y tenía la cara muy colorado, como si se la hubiese lavado con estropajo. El pelo era blanco y lo llevaba peinado hacia atrás, dejando despejada y limpia la frente, también muy enrojecida. El rostro y la estampa resultaban nobles, como de aristócrata, pero muy venido a menos. La gabardina que llevaba, antigua y estampada de oscuros lamparones, le venía pequeña, y los pantalones y los zapatos, buenos y elegantes en su época, se veían ahora míseros, deformados y sucios.

Lo colorado de la piel no era fruto de quien bebe mucho sino de quien vive en casa pobre y sin calefacción, con el aire helado del invierno colándose por todas partes y purificándolo todo menos la ropa y los zapatos. Era el tono de piel del que se ve obligado a pasar los rigores del invierno un poco a la intemperie, como puede.

Pero lo que más llamaba la atención era lo mucho que se parecía al rey. Con otras ropas, bien se podrían confundir. El rostro alargado y la nariz, el porte distinguido, la altura y lo rojo de la piel, todo resultaba de una gran semejanza.



Entonces pensamos: ¿por qué aquel y no este? Si le quitásemos a este la gabardina tan averiada y se la pasásemos a aquel y, al revés, le colocásemos a este una buena chaqueta o un traje de general, ¿quién los iba a confundir?

Cuando salió de la administración, habría sido bonito que sonase el himno nacional.

Después, camino del supermercado, nos cruzamos con otro viejo que era idéntico a Ernst Jünger. Como lo hemos leído poco, justo al pasar a su lado miramos para otro lado, un poco avergonzados.



Y luego, en la puerta del supermercado, se nos apareció Buñuel. Pero esta vez no fue alguien parecido a él, sino una familia recién salida de una de sus películas: eran cuatro personas, dos hombres oscuros y dos mujeres desdibujadas y sin formas, que caminaban balanceándose y hablaban entre ellos a grandes voces, con palabras difíciles de entender, espesas como el pelo enmarañado de los cuatro, desordenado y muy negro. Parecía que iban discutiendo, por los gritos que daban, pero no, porque de pronto uno de ellos, el que parecía el patriarca, soltó una risotada tremenda y hueca como un eructo, y el resto le respondió con entusiasmo, dejando a la vista unas dentaduras arruinadas y negrísimas, como las bardas de una corral abandonado.



La calle, a veces, está llena de prodigios.

viernes, 28 de enero de 2011

Humo(r)

Con Javier Marías nos ocurre una cosa muy triste. Con lo bonísimas que dicen que son sus novelas, y la cantidad de premios internacionales que le han concedido por ellas, nosotros, sin embargo, no podemos con él, no nos gusta nada lo que escribe y sus libros se nos caen de las manos, al tiempo que los párpados, dejándonos profundamente narcotizados.


Nos resultan, como tratamiento contra el insomnio, eficacísimos. Ahora, como novelas..., como novelas nos parecen muy poca cosa. En realidad, ni siquiera nos parecen novelas, sino otra cosa, no sabemos bien qué, pedantes y tediosas narraciones protagonizadas por sutiles personajes, muy cosmopolitas, muy intelectuales y muy... falsos.

De la primera que leímos, Travesía del horizonte, que creo es la segunda suya, apenas recordamos nada salvo el aburrimiento que nos dejó. Pero como éramos entonces más tontos que ahora, libro que comenzábamos, lo aguntábamos hasta su última página costase lo que costase. El resto, al comenzarlas en  edad más descreída, las abandonamos todas al cabo de unas cuantas páginas. Derrotados y rendidos, no encontramos otra salida que cerrarlas. Imposible dar un paso más.


Una vez, hará ya un par de años, nos encontramos de pronto, casualmente, a su lado en una caseta de la Feria del Libro de Madrid. Curioseábamos entre un montón de libros cuando nos fijamos en unas manos blanquísimas a nuestro lado. Eran unas manos gordezuelas y vulgares, de dedos amorcillados y con la piel muy fina moteada de pequeñas manchas color café. Fuimos subiendo la mirada: mangas verdes de una chaqueta bien cortada, y, en la solapa, un camafeo con el retrato de Shakespeare. Más arriba, naturalmente, la cara del dueño de esas manos: él, J. M., académico y novelista de éxito y fama mundial. Nos dio un poco de verguenza tenerlo allí, a nuestro lado , y no poderle decir un par de frases amables, agradecerle sus desvelos de escritor, comentarle lo mucho que nos gustaban sus libros. Así que volvimos a bajar la cabeza y continuamos nuestro escrutinio, aunque atentos de reojo a aquellas manos tan blancas. Al rato decidió comprarse uno de aquellos libros y sacó una pequeña cartera de piel de la que extrajo unos billetes muy manoseados y arrugadísimos, muy poco acordes con lo que cabría esperar de un novelista tan británico y tan fino. Eran unos billetes galdosianos, castizos, cubiertos todos por la mugre espesa de la realidad, semejantes a los que deben de circular los gitanos las mañanas de los domingos en el Rastro. Me llamaron mucho la atención. Luego pagó y se fue.

Viene todo esto a cuento de su último artículo en el semanal de El País. No acostumbramos a leerlos jamás, por la misma razón por la que ya no nos acercamos a sus novelas. Los que leímos un día nos parecieron todos de muy difícil digestión, con razonamientos espesos cual cocido madrileño y esa prosa suya tan sosaina, tan singracia. Sin embargo, el otro día leímos la primera frase y, picados por la curiosidad, continuamos un poco. Comenzaba, exhortativo y mandón, del siguiente modo: "Olvídense de que soy fumador y de que, como dije la semana pasada, la nueva ley antitabaco me parece fascistoide en sí misma y atentatoria contra las libertades". Esto de citarse a sí mismo creo que es cosa corriente en él. También llama la atención eso de "fascistoide en sí misma", y el adjetivo "atentatorio", tan feo el pobre.

"Ya estamos como el otro", pensé. Uno, mintiendo como un bellaco, y este, seguramente escamado por el ridículo de aquel (le autre), confesando ser parte interesada pero conminándonos  a olvidarlo de inmediato. Luego, sin embargo, califica al presidente y a su ministra de sanidad de autoritarios que ignoran los más claros principios democráticos, y afirma que estarían muy a su gusto viviendo "en la España de Franco, en el Chile de Pinochet, en la RDA de la Stasi", y como se ve que le parece poca cosa, prosigue citando a Venezuela, Cuba e Irán. Tremendo. Es un modo bien peregrino de razonar, comenzar a lo militar, con  una orden, y luego criticar las de los demás. Aunque, en realidad, este enfado tan exagerado le viene, dice él, no de esa ley, sino del hecho de que esas dos personas hayan alentado al ciudadano a denunciar a quien no la cumpla. Y cree que por ahí se empieza, porque esto que han hecho tan pérfidos personajes no es invitar a la denuncia, sino a la delación. Y eso, al parecer, es gravísimo, despreciable, cobarde y no sé cuántas cosas más.



Con razonamientos de esa naturaleza y la sintaxis tan especial que usa, llega uno al final  del artículo como si acabase de tragarse media docena de polvorones. Y entonces creemos descubrir que lo que le falta a este señor, además de otras muchas cosas, es humor. Y por eso debe de ser que nos parece tan triste.



jueves, 27 de enero de 2011

1000 Babelias

Publicó El País, este sábado, el número 1000 de su suplemento cultural. La celebración fue discreta, sin grandes alardes... Casi al comienzo, Eco y Marías mantienen una conversación que debía de ser de mucho fuste pero que me aburrió hasta dejarme dormido como un tronco en el sofá...



Luego, cuando al fin me desperté y continué leyendo, las firmas de siempre: Vargas-Llosa, Lledó, Manuel Vicent ...Entre lo más interesante, como casi siempre, Muñoz Molina, que con humildad rara entre los escritores de su rango, enumera las veinte cosas que ha aprendido en estos últimos veinte años...



Luego aparecían los editores eligiendo el libro que prefieren de los lanzados al mercado por cada uno de ellos a lo largo de todo este tiempo, de los que uno no habrá leído ni un par. Y tras esto esas listas tan pesadas de los críticos, escogiendo los libros que consideran esenciales, las películas imprescindibles, los más valiosos discos... Las miramos todas sin demasiada curiosidad, con un poco de desgana.


Desde hace veinte años, cada sábado compramos el periódico para leer este suplemento, pero todos esos sábados apenas leemos un par de reseñas, uno o dos artículos, algún reportajes, y poco más...Y si hacemos memoria, los libros que más nos gustan muy raramente aparecen en esas páginas. Y sin embargo, continuamos comprándolo cada sábado, como una costumbre o un vicio del que ya no sabemos prescindir.

miércoles, 26 de enero de 2011

"Welcome"

Hasta hace un par de días no teníamos ni idea de quién fuera Philippe Loiret. Supimos de él, por primera vez, el lunes por la noche. Ahora, después de trastear por internet, ya tenemos más datos y la confirmación de lo muy ignorantes que somos. De todas formas, nos podríamos haber ahorrado esas pesquisas porque lo de nuestra ignorancia ya lo sabíamos de sobra, y de Philippe Loiret, con haber visto esta película suya habría bastado.




Se titula "Welcome" y, como cualquier gran historia, es una historia de amor. Se cuentan también en ella muchas otras cosas, todas humanísimas y muy hondas. Y se hace con una naturalidad y una transparencia asombrosas. Sin estilo alguno, que es ese el único estilo que pueden ofrecer las  obras verdaderamente grandes.


A los personajes dan unas ganas enormes de abrazarlos a todos. Al joven protagonista, por supuesto, pero quizá más aún a ese monitor de natación, ahogado por la pena de su separación, que va de un lado a otro tratando de recuperar a su mujer y, en ese intento, se ve de pronto envuelto en la historia de Bilal, un joven kurdo decidido a llegar de cualquier modo hasta Inglaterra, donde le aguarda su novia.





A pesar de tratarse de una película con cierto aire documental, es al mismo tiempo un relato épico, y también mágico, con ese anillo de zafiros y rubíes que Simon -el monitor- lleva en su bolsillo y va entregando a unos y otros para aliviar sus pesadumbres, sus desconsuelos, sus heridas, pero que siempre vuelve a sus manos. Y a pesar del dramatismo, termina uno de verla con un agradecimiento muy grande, con el convencimiento de haber asistido a un relato que nos va a hacer mejores, más tiernos, más dulces, más compasivos.






La pudimos ver en la 2, el lunes por la noche, sin anuncios ni, por ello, necesidad de trasnochar. Eterno agradecimiento a los programadores, quienquiera que sean.



martes, 25 de enero de 2011

Frío

Como la mayoría de la gente vivimos ahora, afortunadamente, rodeados de comodidades, con calefacción en las casas y buenos abrigos, el invierno y el frío nos parecen cosas antiguas, como de otro tiempo muy lejano. Por eso salimos estas mañanas como quien se va a una guerra -también muy antigua-, abrigados hasta los dientes con gruesas bufandas, guantes de lana, gorros, tapabocas...


Salimos avisados por la información meteorológica de los telediarios, que no puede ser más detallada, minuciosa y exacta. En realidad, se ha separado ya del telediario, se ha ganado un espacio propio y dura casi media hora. Pero resulta muy entretenida y saludable. Después de los deportes, que ocupan también largo tiempo interpretando los crípticos mensajes del entrenador del Real Madrid,  esta información sobre el tiempo atmosférico hace que nos olvidemos de las noticias que nos han contado las leticias del momento, porque tantos datos no pueden caber, de ninguna manera, en cabeza humana. Así logran que no nos entristezcamos con las desgracias de este mundo y, sobre todo, que no nos arrebate la cólera loca.




Sirven también estas separatas meteorológicas para recordar algunos lugares que conocemos, por ejemplo Teruel, y conformarse con lo que uno tiene, por modesto que sea. Aquí habremos estado a siete bajo cero, sí, pero allí..., allí han llegado, los pobres, a ¡catorce! Lástima de gentes.


Aunque a veces, tanta insistencia con esto de las bajas temperaturas, las borrascas, los hielos y los fríos tremendos, nos amosca un tanto y llegamos a pensar si no estarán, estos avisos meteorológicos, subvencionados por las compañías del gas y la electricidad, porque, tras oír de ellos tan a menudo y durante tantos minutos, a ver quién es el valiente que no se sugestiona y  no sube la calefacción unos cuantos  grados o deja de tener encendidos, todo el santo día, los radiadores y braseros.

Pero es el caso que allá vamos estos días, camino a la batalla, quiero decir al trabajo, igual que caballeros bajo su armadura, con un par de camisetas, calcetines de montaña, un enorme jersey y el más pesado de nuestros gabanes. Caminamos con cierta dificultad bajo tanto peso y no se nos ve la cara, apenas un poco los ojos, que se nos cuajan de lágrimas, no por ningún pesar o emoción, sino por la bajísima temperatura. Y vamos pensando, todo el rato, en la dulce primavera, lejana aún como un sueño.

lunes, 24 de enero de 2011

Mourinho & Flaubert

Dijo Mourinho ayer: "El equipo soy yo".

Susto

Hace unos días, nos sobresaltó el titular principal del periódico de aquí. Decía, en tipos generosos, así: "Medicina ya se autoabastece de cadáveres para su labor docente". Y continuaba en la entradilla: "El gran reto de los primeros años del centro educativo, cuando faltaban cadáveres para la docencia, se ha visto cumplido este curso, y, por primera vez, la Facultad no ha tenido que hacer uso del convenio". ¿Convenio?, ¿qué convenio?, pensé con angustia. ¿Autoabastecimiento?, ¿cómo que autoabastecimiento? Una persona normal lo habrá entendido a la primera, pero yo no. Lo primero que imaginé fue a los alumnos de esa facultad saltándose las tapias del cementerio municipal, o envueltos en turbios tratos con individuos oscuros y malencarados, salteadores de tumbas y sepulcros. Así entendimos lo del autoabastecimiento y el convenio.



Envenenados de literatura, nos acordamos de "Los ladrones de cadáveres", el fabuloso cuento de Stevenson, y de la película basada en él y protagonizada por Boris Karloff y Bela Lugosi. Y también de lo que cuenta Manguel en su "Diario de lecturas" sobre Laurence Sterne: "Cuando murió Sterne, solo asistió al funeral su librero. Semanas después, los alumnos de anatomía de la Universidad de Cambridge descubrieron con horror que el cadáver que estaban diseccionando era del autor de "Tristam Shandy". Entonces aquellos restos mortales fueron devueltos al cementerio para enterrarlos de nuevo".





Continuamos leyendo, temblorosos. El cuerpo de la noticia lo aclaraba todo. A lo que se ve, el convenio no es con una banda de maleantes sin escrúpulos, sino con la Universidad de Murcia, que al parecer siempre ha tenido cadáveres de sobra. Y lo del autoabastecimiento se refiere a las donaciones recibidas voluntaria y legalmente, con todos los papeles en regla. Se daban más detalles, como que, desde hace ya un par de años, recibe la facultad un cadáver al mes y, en los últimos tiempos, hasta dos. Están todos, por ello, muy contentos. Cuando les llegan, los embalsaman con celeridad y están dos años utilizándolos, pasados los cuales los devuelven, como a Sterne, para la incineración o la sepultura, depende. Sin embargo, a pesar de todos estos datos, que descartan a los estudiantes nocturnos y profanadores y a diábolicos delincuentes, a mí esta noticia me deja muy intranquilo y no se me ha quitado, aún, el susto del cuerpo.






sábado, 22 de enero de 2011

Niebla

Llevamos varios días de nieblas cerradísimas que velan el pueblo durante casi todo el día. Está todo fantasmagórico y quieto, londinense, los edificios difuminados, el fondo de las calles oscuro y sin luz, y pasan los coches, con los faros encendidos, silenciosos y lentos, como carrozas fantasmales. Es todo muy literario y antiguo, y resulta un placer llegar al fin a casa, abrir la puerta y sentir el abrigo de la calefacción y la luz eléctrica.



Antes de ponernos a nuestras labores, apartamos un poco las cortinas y contemplamos la calle, vacía y cubierta aún por esa niebla densa y tenaz. Y no nos extrañaría nada -y nos pondría además muy contentos- que surgiese de pronto un fornido bobby con su uniforme impecable y su alto casco.


jueves, 20 de enero de 2011

El cuaderno azul

Como todo el mundo sabe ya, El cuaderno gris, que Pla presentó como un viejo un diario juvenil rescatado de sus años mozos de estudiante universitario, es en realidad un libro de memorias compuesto cuando el escritor ampurdanés tenía ya sus sesentaytantos, miles de páginas escritas y una maestría indudable. Esta picardía de payés no tiene importancia alguna porque el libro es maravilloso, tanto que hasta esa impostura cazurra nos resulta simpática. Evidentemente, esto que les vengo a proponer ahora tiene poco que ver con esta historia, porque ni uno es Pla, ni tiene un cuaderno gris -el nuestro es azul- ni queremos mentirles -al menos no del todo-.


Pero es el caso que, sin casi proponérnoslo, sin darnos apenas cuenta, un buen día comenzamos a escribir un diario y, poco a poco -a veces más poco a poco y otras menos-, resulta que llevamos ya quince años en esa tarea. Empezamos después de leer El tejado de vidrio, de Trapiello, para imitarlo. Nos deslumbró de tal manera ese libro, nos pareció tan transparente y limpia su prosa, que decidimos copiarla.


El primer cuaderno que utilizamos fue azul. De pastas de hule. Y cada uno o dos años compramos uno nuevo, siempre con las mismas pastas de hule, aunque solo alguna que otra vez azul, porque no siempre tenían un cuaderno de esas características en la papelería. Unos son negros, otros rojos,  verdes dos o tres. Pero el primero fue azul.




Lo que sí que es gris, como en Pla, como en Trapiello, es lo que se cuenta en ellos, nuestra vida de todos estos años, una vida como la de cualquiera, anodina y sin relieve. De vez en cuando los ojeamos un rato. Los primeros son muy malos. Los siguientes no son mejores. A veces hay algún párrafo que no nos disgusta demasiado. Pero, escribe que te escribe, hemos tomado el vicio y creo yo que ya no hay quien nos cure. Lo que nos gusta mucho es recordar en ellos lo vivido hace ya algún tiempo, encuentros y viajes, historias que nos sucedieron y de las que ya casi ni nos acordábamos... Acudimos a esos cuadernos como quien abre un viejo álbum de fotos, para recordar un poco lo que hemos vivido, con la cándida ilusión de que no se pierda del todo.




Y ahora que tenemos un blog, y son muchos -en realidad casi todos- los días en los que no nos pasa nada y tampoco se nos ocurre qué decir, hemos pensado que tal vez podría repasar esas libretas y agavillar en ellas lo que me parezca mejor, fragmentos de hace quince, diez, cinco o un año; o de ayer mismo. Y, por homenajear un poco a Pla, mixtificar como él y no aclarar tal punto. Tan solo, para no falsificar demasiado, ponerle a esas entradas una etiqueta, por ejemplo esta: El cuaderno azul. Y así nadie se llama demasiado a engaño. Mañana empiezo.

Un escritor de la familia

Esto de hoy ya lo habíamos contado un poco AQUÍ. Pero como teníamos muchas ganas de volverlo a decir, y da mucho gusto hablar de aquello que uno ama, lo hemos puesto en el ARTÍCULO.


miércoles, 19 de enero de 2011

Santi en Portugal

De tarde en tarde nos llama para decirnos que tiene una exposición por aquí cerca, en Cuenca, Alicante o Valencia. De las que monta en lejanas tierras nos enteramos por el facebook de A., por internet o por casualidad. Como esta en tierras de Trás- Os- Montes, en el melancólico Portugal. En persona hace ya años que no nos vemos. Pero sigue riéndose como siempre. Bonísima señal.

martes, 18 de enero de 2011

Paseo en bicicleta

El domingo por la mañana, como hacía un día espléndido, nos fuimos a pasear en bicicleta.
¡Qué invento la bicicleta!  De los más redondos y acabados que ha logrado el ser humano. Si bien los principios fueron un poco balbucientes y dieron lugar a alguna que otra extravagancia, luego, cuando al fin se dio con la fórmula, ya resultó inamovible.  E inmejorable. Podrán variar los colores y el diseño, pero sus elementos esenciales ya no hay quien los toque, como a la rosa. Supongo que en el campo de las artes mecánicas se podrán encontrar multitud de artilugios igualmente afortunados y concluidos, pero somos tan legos en semejantes asuntos que nosotros los desconocemos (se nos ocurren los molinos de viento y los paraguas, pero nada más).



 Y qué hermosura ir por los caminos pedaleando, el viento en los talones, sin prisa ni propósito, tan solo por el puro gusto de moverse y avanzar, como las nubes. Si volviese don Quijote, bien podría prescindir del bueno de Rocinante, dejarlo tranquilo en su caballeriza, y subirse a uno de estos aparatos. Muchísimo mejor que en una moto, que es como lo presentan, a este nuevo hidalgo, en la publicidad de la Junta para atraer a la turistada hasta estas tierras. ¡Qué tendrá que ver un joven modelo, en moto, con gafas oscuras,  de cuero la cazadora , con el admirable caballero!

De chavales nosotros salimos mucho, en una de carreras que teníamos, con manillar de cabra, a dar vueltas por ahí. Nos pasábamos los veranos subidos en ella. Luego nos distrajimos un poco y quedó, aquella bicicleta, arrumbada en el desván. Pero ahora hemos comprado, P. y yo, un par de esas de montaña, y, cuando el tiempo viene bonancible y pacífico, nos vamos por ahí, a airearnos un poco.
El domingo fuimos por el Canal de Mª. Cristina, con las primas. Hace un par de años que lo han arreglado un poco, para el recreo de los vecinos. Es un camino bonito, de tierra, bordeado de árboles jóvenes,  a la orilla de ese canal tan triste. Se tiende hacia el horizonte, plano e interminable, como una cinta blanca. Suele estar, estos días apacibles, muy frecuentado: gentes que caminan, ciclistas como nosotros y enjutos corredores. A estos últimos da un poco de lástima verlos, tan sudorosos y esforzados, respirando trabajosamente, agónicos y sufrientes. Estos sí que tienen un aire quijotesco y acongoja un poco contemplar tanto sacrificio. Pudiendo pasear tan ricamente, a pie o subidos en una bici, a qué tanta prisa. Sin duda, van todos en busca de un ideal... Y, ya se sabe, como gusta de repetir mi madre, quien por su gusto corre, jamás de la vida cansa, aunque estos que nosotros nos cruzamos sí que parecían fatigados.

Salimos de La Fiesta del Árbol, que es el nombre más raro que uno conoce para un parque.  Allí están de obras con el depósito de agua, que al parecer quieren convertirlo en la Torre Eiffel de esta ciudad, y construir un mirador acristalado en lo alto.




Y ya desde ahí al camino. Cuando uno va en bicicleta sin pensar en nada le vienen a la cabeza muchas cosas, como pájaros que se le posasen a uno allí dentro.  Para los pensamientos gustosos nada como no pensar en nada. Se pone uno a pedalear y, a la vez que las ruedas de la bicicleta, se ponen en marcha también las ruedecillas y muelles del cerebro y piensa uno en muchas cosas, todas agradables, felices y sin importancia, que desaparecen al rato para dejar paso a otras igualmente poco memorables. Decía Azorín que para un escritor era muy importante no hacer nada cada día un buen rato. Pues bien, nos atrevemos a añadir que también es muy sano, sea uno escritor o pintamonas -como es el caso-, andar encima de una bici.

Nada más salir, nos encontramos con una vieja casa medio arruinada a un lado del camino. Parecía una venta de los tiempos de Cervantes. A lo mejor fue una de las que lo vieron pasar, o donde se leyó, un atardecer, aquella novela del curioso impertinente mientras el loco hidalgo dormía.

El canal, con un mucho de fantasía, podría hacernos pensar que estamos en las afueras de Amsterdam. Pero está muy sucio para ser holandés, y se ve enseguida que se trata de un canal autóctono, raquítico, miserable, con el agua de un color como si hubiesen estado fregando las aceras de las calles con él. Normalmente está casi seco, pero tras el invierno pasado, y este otoño, con las lluvias copiosas que han caído, va un poco más crecido.

Avanzamos no sé cuántos quilómetros, despacio y sin esfuerzo, pues es todo tan llano que la única pendiente que hay la señalizan varias veces para que nadie se lleve un susto y se desgracie.

Luego, estuvimos un rato descansando, sentados a la orilla del canal. P. tiraba piedras al agua y sus primas contemplaban un caballo en una finca que había allí al lado. Parados, los pensamientos se nos volvieron metafísicos y menos alegres, del color del agua que veíamos pasar. De manera que nos subimos de nuevo todos a las bicis y emprendimos el regreso.



Se disiparon las murrias y, pedalea que te pedalea, regresaron los pensamientos vanos y felices. Y así,  contentos de nuevo, nos volvimos para casa.